Escuchaba con gran interés un programa por radio Rivadavia
porque difunde valores cristianos. Todo venía bien, hasta que en un momento
dado, su conductor, que parece católico, para hacer referencia al origen de un determinado
bien que quería destacar dijo: “atribúyanlo a Dios, al Universo, a la suerte,
como quieran llamarlo”. Días después, consultando a una mujer que reside en el
extranjero, ella decía que “gracias al Universo”… El colmo fue en este día en
que escribo estas líneas, otro locutor participante del programa, con gran
entusiasmo, hizo referencia a un hombre concreto que hoy “concentra energía del
Universo como en otro tiempo otros maestros, como Cristo y después Buda”. Como
si fuera poco, hizo luego una interpretación de la Sagrada Escritura
refiriéndose a la Transfiguración del Señor diciendo que era “ tan grande la
concentración de energía cuántica debido al amor que Jesús en ese momento
expresaba que hizo una explosión de luz”. Quien confiesa la fe en Jesucristo,
me conozca y lea estas líneas quizá reirá por leer esto. Pero a mí me
impresionó profundamente.
Lo que me impresionó es la percepción de estas personas
respecto de Cristo. El primero, que por indicios pero no por confesión de fe,
parece católico, no se atreve a mencionar al Padre Dios como convicción
personal. Un efecto claro de la new age que pretende, con el prurito de
respetar las creencias, mezclar todo tipo de convicción sobrenatural con las
ideas en boga. De ese modo, y como lo advierte la Encíclica Evangelium gaudium,
del Papa Francisco, se niega de hecho el conocer a Dios y se considera que se
es imposible hacer una afirmación sobre él. La segunda, equipara el Universo
con Dios mismo. Pone en un mismo nivel la creatura con el Creador. De ese modo,
Dios es lo material, lo creado, lo desconocido por el hombre hasta ahora, pero
por la ciencia, puede ser infinitamente conocido. El tercero, el más
entusiasmado y convencido, equipara a Cristo con otros personajes poniéndolos
al mismo nivel. Lo deja como una creatura capaz de concentrar fuerzas de la
naturaleza, lo deja como un ser especial que no escapa a ser una simple parte
del Universo, pero que ya no es el Hijo del Dios vivo, no es el Verbo hecho
hombre, ya no es el único Maestro de sus discípulos.
Mi conclusión es la ausencia de la Evangelización. Es que
los católicos no somos capaces de definir quién es Jesucristo. ¿Quizá tenemos
vergüenza? No somos capaces de dar una palabra clara sobre Dios. No somos
capaces de dar un testimonio convincente como argumento a favor del Evangelio
de Cristo. O quizá todavía dudamos de si hay un solo Maestro o nos hemos
convencido de aquella otra frase de la new age: “al fin y al cabo es el mismo
Dios”. El argumento que aquí reflejo sobre un hecho concreto al comienzo de
este escrito demuestra lo patética de esta frase que termina desdibujando el
Santo Nombre de Dios que nos ha sido revelado en Jesús.
Alguno pensará que con un buen testimonio de solidaridad,
amistad, buena onda alcance para ser testigos de Jesús. Bien, les diré que en
el mismo programa se habla de solidaridad, amistad y buena onda sin que a nadie
se le mueva un pelo por vincularlo con Jesucristo, ni tampoco se piense o se
crea que es debido al Espíritu de Jesús
que aquellas buenas obras se realicen. Está de moda la solidaridad, no es un
camino de por sí convincente para provocar el acto de la fe en alguien.
Intuyo que el tiempo de la Nueva Evangelización requiere
como ingrediente más necesario de nuestra época que al buen comportamiento y
solidaridad de un cristiano se agregue la convicción mediante las palabras, y
palabras claras, concretas y directamente referidas a la persona de Cristo. Una
idea muy clara del sentido de la creación, del creador, del sentido de la
historia humana.
Pero todo esto puede ser inútil si no se entiende, por parte
del testigo de Jesús, que todo el bien que se hace por ser testigo no proviene
del ingenio personal, o como un proselitismo sectario; sino del don
sobrenatural de la fe recibido del Espíritu Santo; de los dones y carismas que
se ejercen con responsabilidad y largueza. Del fuego de la caridad que proviene
de Dios. A la fe habrá que unir la oración porque es en la oración donde la
inteligencia se ilumina para dejar el razonamiento de este mundo y entrar por
la caridad divina en la mente de Dios, en su pensamiento, en su obra, en su
querer. Por eso quien dice no tener tiempo para orar es porque ya ha sido
atrapado por el ritmo del mundo y no podrá ser testigo de Jesús porque no
quiere entrar en el tiempo de Dios, en el ámbito donde se descubre el auténtico
valor y lugar de las cosas. Un síntoma claro es cuando entendemos que la
oración es algo que hacemos cuando “nos dedicamos a la religión”, o que no
hacemos porque “tenemos cosas muy importantes que hacer”. Como si la vida misma
fuera menos importante que las cosas que hacemos.
“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si
pierde su vida?” (Mateo 16,26)
“La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto
abundante, y así sean mis discípulos.”(Juan 15,8) “Vayan, y hagan que todos los pueblos
sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo” (Mateo 28,19)
“Pero recibirán la
fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra".(Hch
1:8)
Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes!
Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". (Juan 20,21)