domingo, 14 de diciembre de 2014

DIOS, EL UNIVERSO O COMO QUIERAN LLAMARLO

Escuchaba con gran interés un programa por radio Rivadavia porque difunde valores cristianos. Todo venía bien, hasta que en un momento dado, su conductor, que parece católico, para hacer referencia al origen de un determinado bien que quería destacar dijo: “atribúyanlo a Dios, al Universo, a la suerte, como quieran llamarlo”. Días después, consultando a una mujer que reside en el extranjero, ella decía que “gracias al Universo”… El colmo fue en este día en que escribo estas líneas, otro locutor participante del programa, con gran entusiasmo, hizo referencia a un hombre concreto que hoy “concentra energía del Universo como en otro tiempo otros maestros, como Cristo y después Buda”. Como si fuera poco, hizo luego una interpretación de la Sagrada Escritura refiriéndose a la Transfiguración del Señor diciendo que era “ tan grande la concentración de energía cuántica debido al amor que Jesús en ese momento expresaba que hizo una explosión de luz”. Quien confiesa la fe en Jesucristo, me conozca y lea estas líneas quizá reirá por leer esto. Pero a mí me impresionó profundamente.

Lo que me impresionó es la percepción de estas personas respecto de Cristo. El primero, que por indicios pero no por confesión de fe, parece católico, no se atreve a mencionar al Padre Dios como convicción personal. Un efecto claro de la new age que pretende, con el prurito de respetar las creencias, mezclar todo tipo de convicción sobrenatural con las ideas en boga. De ese modo, y como lo advierte la Encíclica Evangelium gaudium, del Papa Francisco, se niega de hecho el conocer a Dios y se considera que se es imposible hacer una afirmación sobre él. La segunda, equipara el Universo con Dios mismo. Pone en un mismo nivel la creatura con el Creador. De ese modo, Dios es lo material, lo creado, lo desconocido por el hombre hasta ahora, pero por la ciencia, puede ser infinitamente conocido. El tercero, el más entusiasmado y convencido, equipara a Cristo con otros personajes poniéndolos al mismo nivel. Lo deja como una creatura capaz de concentrar fuerzas de la naturaleza, lo deja como un ser especial que no escapa a ser una simple parte del Universo, pero que ya no es el Hijo del Dios vivo, no es el Verbo hecho hombre, ya no es el único Maestro de sus discípulos.

Mi conclusión es la ausencia de la Evangelización. Es que los católicos no somos capaces de definir quién es Jesucristo. ¿Quizá tenemos vergüenza? No somos capaces de dar una palabra clara sobre Dios. No somos capaces de dar un testimonio convincente como argumento a favor del Evangelio de Cristo. O quizá todavía dudamos de si hay un solo Maestro o nos hemos convencido de aquella otra frase de la new age: “al fin y al cabo es el mismo Dios”. El argumento que aquí reflejo sobre un hecho concreto al comienzo de este escrito demuestra lo patética de esta frase que termina desdibujando el Santo Nombre de Dios que nos ha sido revelado en Jesús.

Alguno pensará que con un buen testimonio de solidaridad, amistad, buena onda alcance para ser testigos de Jesús. Bien, les diré que en el mismo programa se habla de solidaridad, amistad y buena onda sin que a nadie se le mueva un pelo por vincularlo con Jesucristo, ni tampoco se piense o se crea  que es debido al Espíritu de Jesús que aquellas buenas obras se realicen. Está de moda la solidaridad, no es un camino de por sí convincente para provocar el acto de la fe en alguien.
Intuyo que el tiempo de la Nueva Evangelización requiere como ingrediente más necesario de nuestra época que al buen comportamiento y solidaridad de un cristiano se agregue la convicción mediante las palabras, y palabras claras, concretas y directamente referidas a la persona de Cristo. Una idea muy clara del sentido de la creación, del creador, del sentido de la historia humana.

Pero todo esto puede ser inútil si no se entiende, por parte del testigo de Jesús, que todo el bien que se hace por ser testigo no proviene del ingenio personal, o como un proselitismo sectario; sino del don sobrenatural de la fe recibido del Espíritu Santo; de los dones y carismas que se ejercen con responsabilidad y largueza. Del fuego de la caridad que proviene de Dios. A la fe habrá que unir la oración porque es en la oración donde la inteligencia se ilumina para dejar el razonamiento de este mundo y entrar por la caridad divina en la mente de Dios, en su pensamiento, en su obra, en su querer. Por eso quien dice no tener tiempo para orar es porque ya ha sido atrapado por el ritmo del mundo y no podrá ser testigo de Jesús porque no quiere entrar en el tiempo de Dios, en el ámbito donde se descubre el auténtico valor y lugar de las cosas. Un síntoma claro es cuando entendemos que la oración es algo que hacemos cuando “nos dedicamos a la religión”, o que no hacemos porque “tenemos cosas muy importantes que hacer”. Como si la vida misma fuera menos importante que las cosas que hacemos.

“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mateo 16,26)
“La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.”(Juan 15,8)Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28,19)

 “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra".(Hch 1:8)


Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". (Juan 20,21)

sábado, 6 de diciembre de 2014

LA ALEGRÍA DEL REINO

“Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos” ( Mateo 8, 11) Toda la Sagrada Escritura se figura al Reino de Dios con la alegría de un banquete. La alegría. ¡Cómo se nos escapa de las manos! Vivimos  muchos acontecimientos felices que nos hacen estar alegres, pero a la puerta de la fiesta ya nos espera alguna novedad que ensombrece o hace desaparecer con instantánea velocidad el momento feliz que hemos vivido.

Vamos igualmente acumulando buenos momentos que son solaz para las tristezas. Como creo ya lo comenté, Viktor Frankl constató en el campo de concentración durante la segunda guerra mundial que el sufrimiento es abarcador de toda la persona. Cuando alguien sufre algo, por pequeño que sea, abarca de una vez todos sus sentimientos y su mirada sobre la vida. ¿Cómo podemos hacer que las alegrías sean tan abarcadoras para que duren también todo nuestro tiempo, aunque haya contratiempos?

Años atrás, en una comunidad había vivido una señora que era evangélica. Falleció poco tiempo antes de que llegara yo como párroco a aquel lugar. Su recuerdo estaba vivo. La misma comunidad católica reconocía en esa señora una persona de fe, una fe contagiosa que la hacía alegre, comunicativa, solidaria. Como me ha pasado con otras personas ya fallecidas y que no llegué a conocer durante su vida peregrina, pude reconstruir fácilmente la personalidad de esta señora. Tenía una alegría interior que nadie se la podía quitar. Su alegría no se basaba en los hechos de la vida cotidiana; hubiera estado como nosotros en el vaivén de los buenos y malos momentos. Su alegría se fundaba en el acontecimiento único de una persona: Jesucristo.

En mis lecturas de temas muy diversos, cuando se hace referencia a Martín Lutero, padre del protestantismo, se menciona que su búsqueda era, dicho con mis palabras, esa alegría que la fe que él vivía no le podía dar. Es posible, y lo he visto concretamente, que muchos católicos actuales que abandonan la fe para aferrarse a grupos evangélicos buscan lo mismo. La alegría del Reino que es Jesús mismo. Lo expresa él con sus palabras cuando dice: “el Reino de Dios está entre ustedes” (Lucas 17,21).

Jesús es alegría para el que cree cuando se lo conoce y no se adora la imagen de Jesús que nos hemos hecho. Lo distinguimos fácilmente: cuando Jesús es más que algo, es alguien, es otro. Es alegría cuando deja de ser la proyección de lo que a mí me parece y es el Maestro que me enseña a vivir. Segunda idea que está muy en boga. Muchos quieren que la Iglesia haga esto o aquello, que esto le gusta a Dios y esto no, los curas debieran hacer esto otro. Es alegría cuando reconocemos en él “el dedo de Dios” como dice de sí mismo cuando habla de que puede expulsar a los demonios. O sea, cuando es Señor de la historia, dueño del destino de los hombres. Es alegría cuando es él mismo el gran acontecimiento de mi vida, el más grande de todos. Cuando no hay ni persona, ni vivencia, ni cosa alguna que sea más grande y más preciada por mí que el Señor.

La alegría que no pasa es Jesús que pasa por mi vida, y a cuyos pies quiero estar. “Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría".

(Jua 8:56)

domingo, 30 de noviembre de 2014

DE LA IMPOTENCIA AL PROTAGONISMO

Lucas 21, 29-33
El  cine catástrofe, es la imagen que más se acerca a la descripción que versículos antes de los citados Jesús utiliza para indicar la llegada del Reino de Dios. En las películas siempre aparece un héroe capaz de vencer las dificultades más increíbles librándose y librando a sus seres queridos de destrucciones, monstruos, zombies y cuanto la imaginación del libretista se presente. Una sensación de poder o suerte interminables del protagonista, y una ausencia e invalidez de todo principio de vida o mirada sobre el sentido y el fin de las cosas, se adueñan de nuestros sentimientos. Es revelador. Creo que en la vida diaria tenemos ese sentido. Vivimos como si las cosas no fueran a terminar nunca y como si la felicidad consistiera en esa paz sin fin que anhelamos.

Las religiones orientales lo han solucionado de manera agradable: ignorar los sufrimientos, la meditación para salir del mundo como se presenta y vivir como si nada pasara. A eso se debe su éxito en la sociedad occidental agobiada por las crisis y las vidas sin solución. Y en eso consiste su incoherencia con la sabiduría cristiana que en estas palabras del Evangelio de Lucas en vez de rechazar lo caótico de la historia presente, lo asume como un signo del Reino de Dios, como cuando vemos los brotes de la higuera que anuncian el verano. Jesús, desconcertándonos, nos dice que cuando suceda todo esto “tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación” (en el versículo 28, inmediato anterior a la cita).

El Maestro de doble manera nos pone ante la disyuntiva para tomarlo como único maestro de nuestras vidas a riesgo de vivir entre dos aguas irreconciliables, la esperanza o la desesperación. La fe sobrenatural o el sometimiento a un devenir del cual tenemos que huir. Al fin he encontrado una respuesta que me llena de certeza, de alegría y de temor.

La certeza es necesaria. Es la seguridad del sentido de las cosas, aún las catastróficas. Ninguna deja de tener sentido, y ninguna deja de estar sometida al único fin de la historia del cosmos y de la humanidad: Jesucristo. Su palabra va a ir más allá de nuestra vida presente. ¡Epa! O sea que el Señor no ha venido a darnos recetas dulzonas, de imágenes idílicas para que vivamos esta vida con mucha fe. Sus palabras irán más allá de la historia: “el cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán”. Ya sabemos el final de la película, pero esta no es una película como las otras. Es una realidad que abraza lo presente y se proyecta más allá. Un más allá.

Un más allá que me ubica como protagonista y no como espectador en esta realidad que no tiene la última palabra. Entiendo entonces el significado y la importancia de mi vida política (en el sentido propio del término), entiendo el ideal de una sociedad más justa, entiendo la perseverancia en el camino del bien, entiendo el “estén siempre alegres” de San Pablo (1Tes. 5, 16). El Apóstol no es un iluso, es un realista.

Y del miedo de la película catástrofe paso al temor de la realidad esperanzada. El temor ya no es sobre monstruos inimaginables, ni por poderosos malvados. El temor es por mi propia maldad, mi ceguera para ver la finalidad de las cosas, mi parálisis ante las desilusiones que me provocan las realidades y mi pérdida de tiempo para ponerme manos a la obra en la edificación del reino que se acerca. De víctima de la historia a protagonista es un paso gigantesco y posible. Estoy aferrado a un solo Nombre delante del cual toda rodilla se dobla.


Mejor recemos: “Padre nuestro… venga a nosotros tu Reino..”. ¡Uy, no! Mejor otra: “Dios te salve, María…ahora y en la hora de nuestra muerte”. ¡Peor! Mejor un credo: “Creo en Dios…desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”… no tengo escapatoria, voy a tener que creer nomás. ¡Ánimo!

miércoles, 26 de noviembre de 2014

EL REINADO DE CRISTO

Pienso en la vorágine del tiempo cronológico que se acerca a fin de año y todo el movimiento y organización que supone para la familia. Pienso en la ingente cantidad de objetos de consumo que se amontonan en los escaparates de los comercios y en la anticipación de previsiones de ventas que hacen los medios de comunicación social. Pronto vendrán las noticias sobre los precios de las carnes, los objetos navideños y las perspectivas de viajes a destinos de turismo. Y todo me figura en una gran y antigua Babilonia con su comercio árabe y la venta de esclavos, alimentos, objetos preciosos y un mundo de gente circulando por callejuelas intrincadas; con un barullo de voces ininteligibles y de intercambios anónimos.

Y me pregunto qué es lo importante y qué es lo menos importante. Qué es lo que define la vida de la sociedad y qué la frena. Me pregunto si la curiosa capacidad de olvidarnos de nuestros problemas sociales (violencia, drogadicción, narcotráfico y pobreza) con tanta facilidad por los días festivos y veraniegos para retomarlos con una pasión y llanto incontenibles cuando venga marzo, significa lo que somos o lo que nos pasa. Trato de buscar en medio de todo esto qué significa Cristo y su Reino. Y me digo si también él está en medio de todo este caos organizado y si su presencia representa ¿cuántos millones de dólares? (parece ser que esa es la medida de la importancia de los verdaderos acontecimientos en el mundo). Mientras tanto, reviso mi bolsillo y saco un reluciente billete de cien pesos cuya capacidad de significación está muy lejos de aquellos millones, y me digo si mi vida y sus acontecimientos cotidianos, aquellos por los que yo río y lloro y que significan lo más importante para mí, tienen algún valor o inciden en aquellos cálculos millonarios. O más bien creo que tengo que hacer una pregunta al revés: si aquellos millones, el caos organizado y los precios de la carne más los destinos turísticos modifican, mejoran o empeoran mi vida en algún sentido.

Me doy cuenta que la estridencia de los cálculos y los ruidos de los medios de comunicación no significan nada y corro el riesgo de que mi vida quede en la nada si no encuentro el principio y el fin de mi andar cotidiano. Entonces comprendo el reinado de Cristo como un acontecimiento y como un camino. El acontecimiento que le ha dado valor a mi vida cotidiana porque cada cosa que vivo tiene significado y valor (para el cual no alcanzarán los millones de dólares), es este paso de la cruz salvadora, de la vida plena del Señor resucitado que ha creado una escala de valores donde vuelvo a ser el protagonista y la razón por la que existen los escaparates, la carne, los millones y las noticias. Comprendo que hay un camino por el cual transito dando pasos firmes que no son estridentes y ni salen en las noticias. Pasos que responden a la vida de millones de seres humanos, pero que no cuestan millones de dólares. Son los pasos del Evangelio: “ustedes son la sal de la tierra, ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5, 13). Comprendo que el camino tiene muchas dificultades, pero si no las tuviera ¿cómo sabría que mi caminar es diferente del que corre detrás del poder o del dinero? ¿qué novedad aportaría? ¿de qué valdría el esfuerzo de vivir con códigos no aceptados por la sociedad? Si Jesús estableció su reinado por el camino de la cruz ¿yo lo haré por el camino del poder y de la fama, del dinero o del placer?


Soy protagonista de la historia, estoy modificando los destinos de la humanidad, estoy aportando el principio del fin de la violencia, la drogadicción, el narcotráfico y la pobreza. No saldré en los diarios, no caminaré por Babilonia ofreciendo una mercancía más, no comentarán mi vida los programas faranduleros propagandistas de vidas voluptuosas y vacías. Y soy protagonista de un Reino que no tendrá fin, ciudadano por derecho de ese Reino, soy hijo de Dios y hermano de los hombres. Me ha tocado un lugar de delicias, estoy contento con mi herencia (Salmo 16,6)

sábado, 20 de septiembre de 2014

AMAR ES COMPROMETERSE

El paso de una generación a otra siempre ha significado una ruptura. Nos terminamos dando cuenta de unos a otros, que hay cosas que deben pasar y dar lugar a unas nuevas. Nos ilusionamos que esos pasos significan un paso hacia el bien, a un bien mayor. Sin embargo los resultados de esos pasos no nos dicen que verdaderamente las nuevas generaciones vayan en un sentido de crecimiento. Tenemos la clara sensación de que hay pérdida de valores humanos, y que , a pesar de la mayor disposición de bienes de nuestros hijos y nietos; no significa el progreso de sus vidas ni una felicidad asegurada. Cada vez vemos con mayor claridad la fugacidad de sus alegrías, su existencia en una sociedad deprimida, sin puntos de referencia, sin que sea ella un soporte para su progreso. Los vemos solos, sin que podamos hacer mucho porque, en cierto modo, los adultos con nuestras convicciones somos también miembros descartados del tejido social. A veces tengo la sensación de que estos dolores intergeneracionales no son dolores de parto, sino de muerte.

No quiero hacer una observación moral que concluya con opiniones de un lado y de otro. ¿De qué serviría? ¿A quién le serviría? Las cosas seguirían igual y nosotros, los adultos, seguiríamos siendo espectadores de un mundo cuya historia, en cierto modo, nos ha abandonado a la vera del camino. Sí, esa es una buena definición: espectadores. Por eso pienso que hacer un diálogo sobre quién tiene razón es inútil. Lo que creo útil es recuperar nuestro lugar protagónico, decididamente protagónico y vivirlo con intensidad. Llenos de vida, llenos de cosas para dar y darlas. Esta última actitud es la que renueva la esperanza porque el árbol que da buenos frutos, no los anda ofreciendo, simplemente los da, y el que tiene hambre come de sus frutos. Las nuevas generaciones podrán decir siempre que son libres para hacer lo que les parece mejor; y las viejas generaciones podremos decir siempre que somos libres para dar el buen fruto que queremos ofrecer a los demás, porque eso es lo que sabemos dar y eso es lo que queremos dar.

Con esta conclusión ¿cómo nos paramos frente a la realidad que vivimos? ¿Qué hemos hecho de los valores fundamentales que sostuvieron nuestra vida hasta el presente? ¿Los hemos descartado sintiéndonos ridículos frente a las nuevas propuestas de vida?¿Por qué? Abandonar los valores de vida, relativizarlos, descartarlos, es abandonar el protagonismo social, es abandonar a las nuevas generaciones, es dejarlas a la deriva sin una propuesta fiel que ofrecer.

Siento la tentación de volar en muchos pensamientos que parecen necesarios ante este planteo, pero aterrizo mejor una idea que me ronda la cabeza desde hace días: la libertad de ser. La sociedad cuestiona. Por momentos nos hemos sentido violentados en muchas cosas. Lo que antes era visto socialmente como malo, ahora es bueno. Se planteó eso como una maduración. Antes, ser madre soltera era algo impensable, vergonzante. La vieja sociedad prefería ocultar los hechos para evitar el rechazo social, el escándalo. Nos enseñó a vivir de secretos, a esconder vidas, a abandonar en cierto modo la vida. Nos jorobó la vida enseñándonos a escondernos de nosotros mismos y de nuestra verdad, nos hirió en el alma. Después se pasó a una reivindicación del hacer lo que me parece y nos llevó a la indiferencia. No molesta que haya madres solteras, pero tampoco interesa. No molesta que no haya familia, responsabilidad, amor para recibir un hijo. Se ha elegido el camino más fácil: pasar frente a los hechos sin comprometernos, facilitando medios, felicitando decisiones, pero sin compromiso. En estos días en los medios (me enteré) una prostituta anda dando entrevistas para contar lo feliz de su vida, hasta que una periodista le dijo que sólo mostraba una parte de la realidad: ¿qué sentía ella al tener relaciones con muchos hombres? ¿No llegaba a sentir asco? ¿No se sentía usada? La mujer se sintió cuestionada y habló del lado oscuro de lo que hoy quiere verse en positivo, como un bien, como un derecho. La sociedad no se compromete, prefiere facilitar y no ver.  Los extremos se tocan, lo que antes estaba prohibido o era mal visto y que llevaba a un descompromiso total, hoy esta permitido o está bien visto y lleva a un descompromiso total. No nos hacemos cargo. La vida de esa madre soltera, la vida de esa prostituta, sus vidas no nos interesan. Nos interesa felicitarlas por lo que hacen, pero no nos interesa sentirnos solidarios con ellas, porque haciéndolo entraríamos en el lado oscuro de sus elecciones. Aquí entramos nosotros.

La beata Teresa de Calcuta decía que hay que amar hasta que duela. Este es el punto. Este es el primer paso: aprender a llorar. Cada día comprendo más que el sufrimiento acompaña la vida del que se compromete. Pero ese sufrimiento, esas lágrimas no son sinónimo de depresión, ni de angustia ni de desesperación. Las lágrimas son signos de solidaridad, de amor, de compromiso, de lucha. Sentirnos conmovidos por lo que le pasa al que sufre, sentirnos dolidos por ver lo negativo de las malas elecciones ¡y hacérselo saber!. No es tan obvio como parece. Cuando las situaciones nos conmueven buscamos una explicación razonable, nos decimos que la sociedad va así, que hay que asumirlo, y tragamos las lágrimas, nos callamos y nos quedamos a la vera del camino. Esas lágrimas tragadas hacen mal. Nos hacen mal, les hacen mal a todos. Y me refiero a las lágrimas que revelan que amamos, que nos interesa, que vemos lo que pasa, que no nos es indiferente. En el mundo de la sonrisa fácil, del “todo bien”, del “es su vida”, o sea del “no me importa”, hacer sentir nuestras lágrimas es una actitud profética, protagónica, cuestionante, constructiva.


Pero tal vez la sociedad nos ha domesticado, como a un esclavo, enseñándonos a callar lo que sentimos, a no atrevernos a decir lo que pensamos. Nos apalea si alzamos la voz para decir algo que contradiga lo que todos creen, lo que se usa, lo que está de moda. Nos convence de que estamos equivocados y aprendemos, como esclavos, a acallar nuestra conciencia. Actualizarnos equivale a domesticarnos. Sí, el lado oscuro del presente. Y alguno preferirá ver el otro lado, el de acompañar con nuestra adaptación lo que vive la sociedad. Si esto fuera lo positivo, que lo hay y mucho, sobre todo como posibilidad de mayor solidaridad, de mayor compromiso de mayores medios, claro que sí, me uno a acompañarlo y aplaudirlo. Pero me estoy refiriendo a ese lado oscuro que veo aparecer sólo como lamento. A ese lado que me quiere domesticar. Lo rechazo, me niego a ser domesticado, me niego a vivir como esclavo, me niego a dejar de ser yo mismo, me niego a ocultar las riquezas que tengo para dar, y me niego a que me lo prohíban. Me niego a que me impidan vivir, me niego a que me impidan amar y comprometerme. Y acepto el rechazo, la dificultad y las lágrimas que significan el ser un hombre libre, que cree en la sociedad, que cree en los valores que las generaciones han transmitido porque el ser humano es tal desde su origen y lo seguirá siendo. Porque el mal, el error y la mentira existieron siempre; y el bien y la verdad son la meta auténtica de la vida y a nadie puede negársele. Acepto vivir, amar y comprometerme. 

jueves, 11 de septiembre de 2014

NO SOMOS HUÉRFANOS

“Las cosas son así y ya está”, “Somos hijos de la vida”, “Es lo que me tocó”, son frases comunes que expresan un sentimiento real: somos huérfanos. También se expresa como que hemos alcanzado la adultez y hay que pelearla porque todo está en nuestras manos o se escapa de ellas y no hay otra. Nos invade un sentimiento de orfandad y de posesión. De orfandad al sentirnos desamparados, a veces, y muchas, víctimas; nos invade la nostalgia de la infancia como el lugar seguro y despreocupado y nos tienta la vida feliz, esa del día de campo, de la diversión donde nos empeñamos en decirnos unos a otros cuánto nos queremos. Tenemos necesidad de decirlo y de escucharlo, como aquellos auténticos huérfanos que viven en instituciones y que se abrazan a cuanta persona les demuestre un poco de afecto. Y nos invade un sentimiento de posesión, de creernos por todo esto dueños de la vida y dispuesto a tomar decisiones “audaces”, atropellando el tiempo y las circunstancias, cayendo y volviéndonos a levantar. Un impulso irresistible por darle sentido a nuestra existencia misma, creyendo que cuanto más logremos más significado tendrá el vivir, convenciéndonos que nuestras decisiones son lo más valioso y que el éxito es la meta de lo que hacemos.

Si los hechos son irremediables y se oponen a cualquier proyecto exitista, hacemos una rara combinación de resignación y de combate. Vivimos como dueños de la vida sabiendo en verdad que no lo somos. Decidimos como si estuviésemos seguros de lo que hacemos, concientes de que la vida se derrama por todas partes sin que sepamos hacia donde nos lleva. Nos seduce aquella imagen de Hawkins del caos primigenio que finalmente deviene en un orden, y esperamos ilusamente que así será nuestra historia.

En definitiva, abandonamos la idea de un proyecto original y de un destino conocido. Llegamos a captar existencialmente que en  la vida somos huérfanos de todo y constructores de todo lo que significa vivir. Las generaciones jóvenes toman decisiones vitales donde se replantean todo valor moral como una decisión personal que ordena decisiones anteriores. Decidí esterilizarme, porque decidí dejar de dar vida. Decidí cambiar de sexo porque decidí antes no aceptarme. Decidí quién soy porque construyo desde la nada lo que soy. Decidí ignorar la sociedad que me tiene que contener a mi según mis decisiones pero que no me debe pedir nada. Decidí vivir de esta manera aunque me hayan enseñado otra cosa en mi familia y tradición porque todas esas cosas las tomo o las dejo según mi propia decisión sin que tengan influjo sobre la posibilidad de mi felicidad o mi fracaso. Decidí ser huérfano.

He encontrado una clave: Dios es más que el ordenador del caos hacia la confluencia de caóticas existencias en un orden feliz. Dios es mi Padre. Nada está al azar en la vida. Ninguna decisión es indiferente a mi existencia y compromete lo que soy y a dónde llegaré. Soy deudor de mi vida ante la sociedad porque es cierto que soy responsable de mis actos en cuanto respondo a quien me la dio por amor. Mis decisiones auténticas sólo las puedo tomar por amor ¿a quién? ¿A la vida, a otra persona, a mí mismo? Serían todos referentes que me dejarían siempre huérfano, siempre aislado y solitario, dependiente de la existencia de esas referencias y de la volubilidad de esas personas. Me dejaría en una inseguridad ineludible que me obligaría a tomar precauciones fruto del temor del mañana. Soy deudor del amor de Dios que es mi Padre. Que me amó con amor eterno, que no me dejó sólo en la vida, a Él ni un pelo de mi cabeza se le escapa, y en su Providencia, conoce lo que me es más necesario. A Él puedo abrazarme en las horas de tristeza, y en Él puedo encontrar el sentido de las cosas difíciles. Puedo descansar en su regazo cuando los imposibles se presentan en mi vida. Puedo y debo preguntarle qué rumbo tomar, y dejarlo cuestionar mis decisiones. Saberme su hijo amado me impide la resignación a una existencia gris, por el contrario, me impulsa a rechazar la infelicidad decidida y a apuntar a la alegría eterna para la que me ha creado. Puedo tomar su mano con firmeza cuando decisiones importantes estremecen mi alma. Puedo sentir su mano firme sobre mi hombro cuando experimento la desilusión de los que dijeron amarme y me abandonaron. Escucho su voz amiga que me devuelve la esperanza y aleja los sentimientos de rencor o de venganza. Puedo decirle que lo amo, seguro de que escucharé en el eco de mis palabras un amor eterno.


“Pero para nosotros, no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y a quien nosotros estamos destinados, y un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe y por quien nosotros existimos” (1 Corintios 8, 6)

sábado, 2 de agosto de 2014

LA VERDAD NOS HARÁ LIBRES

Hace muchos años atrás un hombre se había acercado a la comunidad donde yo vivía y, debido a mi oficio, debía atenderlo. Comenzó a hablarme sobre una investigación bíblica que estaba haciendo y que ya le llevaba mucho tiempo. El tema giraba en torno a la respuesta que Adán le había dado a Dios después de pecar. Según transcurría su explicación, intrincada y esforzada, me daba cuenta de que había algo que no quería o no podía decir y que era el verdadero motivo de su presencia allí.

Después que habló un buen rato, se quebró y comenzó a compartir que tenía una relación homosexual con un hombre casado. Había decidido dejar esta relación pero, a decir verdad, su vínculo afectivo era tan fuerte que no podía hacerse a la idea de ello. Una gran lucha en su conciencia lo puso frente a su realidad masculina, su vínculo con este hombre, la familia aquella en la que él interfería, en fin, suficientes motivos para ver condicionado su presente. ¿Qué respuesta debía darle yo? Este hermano se había acercado a un lugar religioso. Si lo hizo, ya es evidente que sus cuestionamientos iban hacia el fondo de su vida, hacia el núcleo de su relación, hacia Dios. Hacia el núcleo de su relación consigo mismo. Un cuestionamiento en el que buscaba una respuesta que él mismo no se podía dar. Se sentía atado por todo esto y oprimido por no poder resolver esto más primordial que era una gran desorientación de su identidad. ¿quién era él? ¿Hacia dónde iba su vida? ¿Por qué su vida dependía de una persona?

No apareció en su discurso, en ningún momento, el hecho de que había una cuestión moral en todo ello. Me refiero a la moralidad no sólo de sus actos, sino a la moralidad de sus puntos de referencia para encontrar respuestas. Si partía de sus afectos, terriblemente desordenados, ¿hacia qué puerto podían conducirlo? Ya su experiencia había sido catastrófica. Si sus sentimientos hubiesen sido el punto de respuesta, no habría cuestionamientos para hacerse. Y de hecho sus palabras y sus lágrimas pasaban por momentos de serenidad donde contaba con un dejo de nostalgia de pasiones vividas con aquel hombre. Esto no duraba mucho, porque al momento se sentía nuevamente en un abismo. Ya de por sí, pero oscuro para él, todo esto le estaba dando una primera respuesta: los afectos no son un punto de referencia para el bien o el mal; más bien son una expresión de adhesión hacia un bien o hacia un mal. Cuando los afectos en vez de provocar la serenidad y afirmar en la verdad provocan desorientación o conducen a afirmaciones intelectuales complejas y condenatorias de pensamientos opuestos, están indicando que hay una ausencia de verdad en lo que se vive y en lo que se ha decidido.

¿Por qué este hermano fue a un lugar a buscar una respuesta? ¿por qué no podía responderse a sí mismo? Quizá quiso simplemente huir de la posibilidad de pensar en todo esto y por ello el pretexto de sus elucubraciones bíblicas. Pero al huir hacia Dios es imposible enfrentarse consigo mismo. Y vuelto hacia El, hacia Dios, buscaba esta respuesta: ¿Dónde está el bien? ¿por qué no puedo aferrarme a lo que vivo? ¿por qué no tengo fuerzas para terminar con esto? Peligrosamente la ausencia de respuestas y querer seguir en donde estaba lo conducía hacia esos “agujeros negros” que pueden terminar con la negación de la propia existencia, con el suicidio.

Una mano tendida desde la existencia misma, desde el sentido del existir se acercaba a El. Para poder salir de donde estaba era necesario decirse que hay un bien y hay un mal. Que ese bien o mal no es mi elección en cuanto yo no la defino, aunque lo sienta así. Que puedo confundir lo bueno con lo malo y que por lo tanto, mis acciones tienen una moralidad necesariamente. Necesariamente estoy obrando bien o estoy obrando mal. El mal me conduce a la muerte y el bien a la vida. Al no ser yo el autor de este bien o de este mal en cuanto a ellos mismos, en cuanto a definir si esto es bueno y esto es malo de manera absoluta; alguien tiene que darme la respuesta y ese alguien no soy yo.

Si las respuestas recibidas son únicamente decirme lo que está bien y lo que está mal y ahí termina la cosa, me deja en un abismo peor. Descubro que soy malo e imposibilitado del bien. Me siento hundido en una burla que ahonda mi herida. Cuando el profeta Jeremías anunció de parte de Dios un llamado a conversión para Israel, indicándole que estaba obrando mal, no se contentó el Señor con señalárselos sino que los invitó a cambiar de conducta para que de ese modo no cayeran sobre ellos los males que el profeta les anunciaba (Jeremías 26, 13) Los profetas y los sacerdotes se dieron por ofendidos y quisieron condenar a muerte a Jeremías. La primera reacción es ofenderse porque se cuestiona la propia conducta. Los profetas y los sacerdotes de Israel no esperaban de Dios que les hablara mal de sí mismos. Dios tiene siempre que decirme cosas buenas, y él está de acuerdo con mis procederes porque yo quiero el bien, en otras palabras. No hay otro dueño del bien y del mal, soy yo quien decido lo que es bueno o malo. Y si algo no va bien, Dios tiene que venir en mi ayuda para confirmarme que soy bueno y que son los otros los que me hacen daño por envidia, por odio, por… no debe haber moralidad en mis actos, es decir, no pueden decirme bueno o malo.

Es paradójico que este hermano haya tenido entre sus pretextos para eludir su vida, aquella imagen de Adán vuelto contra Dios. Es precisamente la luz bíblica más fuerte en este sentido. Adán que quiere comer “del árbol del conocimiento del bien y del mal” quiere saber por sí mismo lo que es bueno o malo decidiéndolo, pero no contemplándolo. De todos los árboles del jardín del Eden Adán podía comer, menos de este. Este era sólo para contemplarlo. Este sólo lo podía cultivar Dios. Este horizonte de un bien que se conoce y que se ama, pero sobre el cual no se decide, es la base de la moralidad de los actos. Y es posible conocer el bien de nuestros actos, así como su mal. Conocerlo en el sentido de reconocerlo, de darnos cuenta que a pesar de que nuestros sentidos y hasta nuestros razonamientos parezcan indicarnos lo contrario algo es malo o bueno. Lo cual indica que, en ese caso, nuestros sentidos y nuestros razonamientos son equivocados. Este principio es el que permite el diálogo con los demás y la búsqueda de la verdad. Es también el que permite arribar a la verdad, la cual esta fuera de nosotros y nosotros no la definimos sino que la contemplamos.

A su vez descubrimos que la verdad es mucho más que nuestras vivencias. Que lo que somos es más que nuestras vivencias. Esto es fundamental. Cuando lo que somos se identifica con nuestras vivencias, estamos perdidos. Equivocadamente creemos que esto que vivimos es el límite de lo que somos, y cuando lo que vivimos es negativo nos arrimamos al abismo. Este abismo es ilusorio, no es la verdad, pero ¿quién nos hace entender que hay más? Reconocer el bien o el mal en nuestros actos concretos, en nuestras decisiones nos abre esa puerta. Una puerta que lejos de llevarnos a una desorientación mayor, motiva la vida para ir al encuentro de nosotros mismos. Para llegar a aquel lugar interior donde no decidimos, donde nos contemplamos, donde esta la verdad más intima de nosotros. Donde el amar o ser amados por alguien no define sino que expresa lo que hay más adentro de nosotros mismos. Donde no somos condicionados por nuestros afectos, ni engañados por nuestras decisiones. Donde no nos quedan dudas de que la vida es un compromiso.

Este compromiso lo descubrieron los jefes del pueblo y los ancianos de Israel ante aquel anuncio catastrófico de Jeremías. Ellos no se sintieron agredidos por su profecía, y dijeron: “nos ha hablado en nombre del Señor, nuestro Dios” (Jeremías 26, 16) Se sintieron contempladores de la verdad y el anuncio profético los invitaba al compromiso de un camino de conversión. Las palabras de Jeremías cuestionaban la moralidad de sus actos  y definían su porvenir desde su identidad. Ellos se sabían amados por Dios y miembros del pueblo elegido. Ese era el punto de referencia y no sus decisiones, sus actos. Ellos no eran sus decisiones ni sus actos, sino un pueblo elegido por Dios. Esta elección suponía un compromiso donde se obraba esa verdad: obrar como pueblo de Dios. Obrar que los comprometía personalmente y, al revés, que hacía que sus decisiones personales los involucrara como pueblo.


Versículos más adelante el libro de Jeremías nos deja un ejemplo triste de cuando no se quiere aceptar la verdad y se quiere manipularla, en una actitud ilusoria de que escondiéndola, persiguiéndola, y usando cualquier artimaña, por injusta que fuese, se logrará evitar el sufrimiento provocado por los propios malos actos o malas decisiones. Joaquím, rey de Israel, mando perseguir a Urías, otro que había profetizado en el mismo sentido que Jeremías. Y lo hizo matar (Jeremías 26, 23)

domingo, 13 de julio de 2014

CONOCER A DIOS


“Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn. 17,3)
Jesús ora por nosotros, y ora en el momento decisivo de su vida y su misión: está por cumplirse su crucifixión y resurrección. Manifiesta el sentido de esta misión y el significado del bien que vino a traernos. Este bien, por sobre todo bien, que es la vida eterna consiste en conocer a Dios “que es el único Dios verdadero”. Manifestación personal, única, inequívoca de Dios.

Si tuviéramos que escuchar a cada persona que manifIeste su pensar, si idea sobre Dios, tendríamos muchísimas definiciones, algunas contradictorias entre sí. Y tantos otros que al observar las diversas religiones, llegan a la conclusión de que es el mismo Dios conocido por todos. O que la religión es un camino más para llegar a ese único Dios. De este modo, la imagen de Dios se transforma en una idea vaga sobre él debido a que la multiplicidad de religiones no permite arribar a un único concepto, o a un único conocimiento de Dios y sus efectos sobre la vida de los hombres. Con otro efecto negativo: la indiferencia hacia el conocimiento de Dios. Como hay tantas búsquedas y manifestaciones sobre Dios, se hace innecesario buscarlo y conocerlo. Basta con la idea que tengo y desde ella llegar a Dios en la medida que me hace falta.

Dios se transforma en un objeto de mi deseo arbitrario. Si quiero, lo busco; y si no, no es necesario.
Jesús ora al Padre mirando desde el deseo de Dios, desde su Voluntad, que obtengamos vida eterna conociéndolo como él es. Y para eso, tenemos que conocer a Jesucristo, su Enviado, quien nos ha manifestado el rostro único de Dios. Ya no da lo mismo cualquier religión, ya no da lo mismo lo que yo creo mi necesidad de Dios. Hay una voluntad salvadora de Dios, quien quiere darse a conocer como él es.

Nuestra fe es entrar en esa corriente de conocimiento de Dios que no parte de nosotros, sino de Dios. Y por eso, las reglas de juego para conocerlo, las pone él. Y esa gran regla de juego, es su Hijo único, Jesucristo. A Dios, nos enseña Jesús, se lo conoce amando y amándolo. El amor es el conocimiento supremo. Todo corazón humano lo sabe. El que se sabe amado por Dios es el que quiere conocerlo. Dios no es un concepto mental. Esa es la gran idea equivocada de Dios y de la religión. Entender a Dios como un concepto y entender la religión como una serie de conceptos.


Primero se ama, luego se comprende con la razón. Y ese amor es experiencia de Dios vivo. De Dios quien es y no como lo imagino o lo he definido. La religión es expresión de un amor que proviene de Dios, y tiene como esencia lo que él dice de él mismo y lo que él quiere para sí. Tiene como expresión lo que, a partir de ese amor revelado, nosotros queremos decir de Dios y expresarle nuestro amor. 

martes, 8 de julio de 2014

AGUARDAR CON AMOR

Los oídos de mi infancia no olvidan frases escuchadas en distintos momentos de distintas personas con la buena intención de motivar una respuesta a Dios: “¡Te vas a ir al infierno! ¡El diablo te va a llevar!” Motivaciones desmotivantes, como se usa decir.

En la liturgia de la Palabra en el día del martirio de San Pedro y San Pablo, la Carta a Timoteo es una herencia de momento supremo. Pablo se prepara a dar su último testimonio de Jesús, espera la corona de Justicia preparada para “todos los que hayan aguardado con amor su Manifestación” (2 Timoteo 4, 8) Me ha dado mucha alegría redescubrir estas palabras. Muy distintas del temor del infierno. Me recordaron las palabras de un viejo monje benedictino que decía que él no pensaba ir al infierno, pues el infierno no existe. Claro, lo diría, imagino yo, en que en la mente del Señor el Infierno no es el lugar pensado por El para nosotros. Pero más importante que eso es la actitud de fondo: aguardar con amor. El camino de la fe es un caminar motivado por un amor cada día más creciente.

Una convicción ha acompañado todas mis decisiones importantes. Si un lugar me hace crecer en el amor, ese es mi lugar. Cuando la situación de lugar no es tan importante y más importante es la motivación que me conduce, esta es el amor, el crecer en el amor, el caminar en el amor. Con una diferencia muy importante con los criterios del mundo. Más adelante, en esa misma carta a Timoteo, Pablo recuerda a varias personas. Un cuadro muy variado de acompañantes de la vida donde hay “para todos los gustos” y también para los disgustos. “Demas me ha abandonado por amor a este mundo”, dice con sentimiento el Apóstol que se ha hecho “todo para todos con tal de ganarlos para Cristo”. El fracaso de un apostolado tan enérgico se debió a un cambio de amor en Demas. O un Alejandro, que también menciona Pablo, que ha visto en el Evangelio de Pablo o un peligro para su estilo de vida, o un peligro para su dominio de los demás. Demas ha encontrado en el mundo la fama, el dinero, el placer, el propio plan de vida, el poder, la lógica del mundo, la costumbre de aceptar las cosas como vienen, y tantos otros amores de este mundo que esclavizan y dejan ciego para ver el Reino de Dios como la perla más preciosa por la cual se venden todas las otras y se compra esa.


El amor aguarda la manifestación de aquel Día. La plenitud del Evangelio. Y esta espera es tan vital… He escuchado también desilusionados por el Evangelio al cual encuentran o una utopía o un imposible. Y no hablo de filósofos, sino de personas corrientes, de buenos cristianos, de bienintencionados y de buenos corazones. Cuando el Evangelio se vuelve utopía se hace patrimonio de soñadores desencarnados. Cuando el Evangelio se vuelve un imposible, se hace libro viejo y olvidado de esclavos de sentimientos y acontecimientos, de costumbres y pasiones, de rutinas y tristezas. Pero el Evangelio es un camino con una meta. Un protagonismo con un final anunciado y feliz. Aguardar con amor me dice de un sentimiento de triunfo asegurado, aunque haya Demas y Alejandros. Algo muy distinto que el camino del éxito. La realidad del Evangelio no se mide por los éxitos, o las aprobaciones populares. Se mide por la espera signada por el amor.

sábado, 5 de julio de 2014

CONFIAR EN DIOS

AMANECE LA LUZ PARA EL JUSTO,
LA ALEGRÍA PARA LOS RECTOS DE CORAZÓN
(Sal. 97, 11)
Cada vez más frecuentemente se extiende una manera de actuar frente a Dios para la gente que dice tener fe. Cuando se enfrenta con las luchas diarias de la vida, o con propósitos personales de tipo sentimental o material de lo más variados, se apoya en esta convicción de fe de que me va a ir bien porque Dios me acompañará.

El profeta Amós, enviado por Dios a su pueblo, llama con energía la atención sobre una actitud: el pueblo busca el apoyo del Señor para sus empresas y realiza actos de culto donde demuestra esta actitud de fe; pero el Señor “cundo ustedes me ofrecen holocaustos, no me complazco en sus ofrendas ni miro sus sacrificios de terneros cebados” (Amós 5, 22). El profeta dice estas palabras exhortando a Israel: “Busquen el bien y no el mal para que tengan vida, y así el Señor, Dios de los ejércitos, estará con ustedes, como ustedes dicen.”. No sólo a Dios rogando y con el mazo dando, no sólo nuestros propósitos acompañados de oraciones; sino una integridad de vida, una vida involucrada en el Plan de Dios donde las cosas que nos proponemos entran también como engranajes de esa Voluntad… o no. Es decir, nuestros planes, proyectos y propósitos pueden o no estar en ese Plan de Dios para con nosotros, por una parte.

Por otra parte, recurrir al Señor para pedir la bendición de nuestros proyectos y necesidades, cuando no nos acompaña una actitud de hijos de Dios, una actitud de gente comprometida con El, puede que este recurso a Dios sea nada más y nada menos que una actitud idolátrica, un gesto de confianza en un amuleto poderoso; un frotar la lámpara de Aladino para que este genio poderoso y condescendiente, cumpla nuestros deseos.

Cuando el pueblo de Dios se encontraba en el desierto, en marcha desde la esclavitud de Egipto hacia la Tierra Prometida, caminaba guiado por la mano del Señor. Allí no había más qué hacer, había que caminar por el desierto. No había planes personales ni proyectos de comunidad, ¿qué podían hacer en ese lugar de paso? Además, fue el Señor que los sacó y quien los iba guiando a un lugar que no podían aún conocer. El deseo de salir de la esclavitud, con sus bajones, era más urgente y a los israelitas no se les ocurría otra cosa “¿Acaso ustedes me ofrecieron sacrificios y oblaciones en el desierto durante cuarenta años, casa de Israel?” (Amós 5, 25) En el enojo del Señor expresado por el profeta, anuncia una deportación, una nueva esclavitud en manos de los asirios “ustedes se llevarán a Sicut, su rey, y a Queván, su dios estelar, esos ídolos que se han fabricado”. Junto con estos falsos dioses, estos amuletos, el pueblo de Israel irá nuevamente a la esclavitud.

¡Qué parecida situación cuando tenemos, aparte de Dios, una serie de “cábalas”, unos recursos a concentraciones de energías, a antiguos procedimientos supuestamente fundados en el poder de la naturaleza. Cosas que se expresan en definiciones vagas de cosas, en realidad, muy claras y reveladas por Dios, como cuando decimos de alguien fallecido “Ahora desde donde esté, nos mira” ( Si no está en el Cielo ¿dónde está?). Esto me lo dio “Dios y la vida” (¿dos dioses?)
Cuando nos encontramos a Dios, el Dios revelado por Nuestro Señor Jesucristo, el Dios de los Ejércitos, no siempre tenemos el ánimo para esperar de él lo que él quiere obrar, el cómo él quiere obrar, y en quién quiere obrarlo. Así les pasó a los habitantes de Gadara nos relata el Evangelio de San Mateo ( 8, 28 y siguientes) cuando Jesús expulsó a los demonios de aquellos hombres y estos, con su permiso, fueron a unos cerdos los cuales se precipitaron al mar. Los gadarenos se asustaron y le pidieron a Jesús que se fuera de su territorio. Qué cosa extraña, cuando Jesús multiplicaba los panes, lo seguían multitudes; cuando resucitó muertos, muchos creyeron; pero cuando realizó el signo más importante porque está en el Plan de Dios liberarnos del pecado derrotando al Enemigo; entonces no estaba en los planes, entonces le pidieron que se vaya. Dejar el pecado, reconocer el poder de Jesús sobre el padre de la mentira, ese es un tema que no nos interesa; no está en nuestros esquemas de lo que Dios debe obrar y cómo lo debe hacer. Sólo queremos el dios amuleto, que haga lo que yo creo que tiene que hacer.


Confiar en Dios en un acto de vida que compromete, que significa una actitud de hijos que obedecen a su Padre y reciben de El lo más importante. Que comprenden su vida desde un Plan en el que todas las cosas toman su lugar, y donde nuestros deseos están orientados por un gesto de confianza por el cual buscamos el bien y no el mal para tener vida.

martes, 1 de julio de 2014

ENCONTRAR A DIOS

El Salmo 5 describe la actitud del creyente, muy distinta del que sabe que Dios existe: “Pero yo, por tu inmensas bondad, llegaré hasta tu Casa, y me postraré ante tu santo Templo con profundo temor” (v.8)

El punto de partida es la bondad de Dios. Esa bondad que uno redescubre a medida que piensa en el camino de la propia vida donde ha visto brillar el amor de un Padre que me condujo hasta el presente. Y es necesario salir al encuentro de este Padre, llegaré hasta tu Casa. Dios no es un Dios cósmico, presente en todo y ausente de todo. Por el contrario, es un Dios accesible, encontradizo, palpable. Y no es un decir, no es un simple darse cuenta. Es una realidad patente y perceptible por nuestros cinco sentidos. Una presencia que quiso dejarnos en Jesús, y Jesús que está entre nosotros hasta el fin del mundo. ¡Qué sabiduría, la del Señor, querer quedarse en los Sacramentos! Nuestros ojos ven los signos sacramentales, nuestros oídos escuchan su Palabra, nuestras manos tocan su Cuerpo, nuestra lengua gusta su Sangre, nuestro olfato siente el perfume de su presencia.

Como pasa con nuestros sentidos en cualquier situación, hay veces que el ruido no nos deja distinguir ni oír la melodía de la canción que nos gusta; otras veces, la multiplicidad de cosas para ver, la atracción de sus formas y colores, no nos dejan poner nuestra mirada en lo que verdaderamente nos es agradable y querible; otras veces el deseo de las cosas que excitan nuestros sentidos, nos hace olvidar o confundir lo que verdaderamente desea nuestro corazón y aquello que auténticamente satisface nuestras expectativas. Se hace necesario el silencio, ese que deja que resuene en nuestro interior aquella voz que nos llama, aquel que nos deja percibir la caricia de aquel consuelo que esperábamos; de aquella seguridad que no nos llega de ninguna parte, sino de lo alto. El silencio que nos lleva a “apagar” los ruidos  que distraen y fijar la mirada en lo que estuvo siempre delante de nosotros, pero que nuestras distracciones y confusiones nos impidió gozar. Cuando esa actitud llega, se apagan los temores, y los monstruos que parecen dominar el espacio y someternos haciéndonos sentir pequeñas criaturas indefensas, desaparecen.
MIRA QUE ESTOY A LA PUERTA, Y LLAMO....


Nos invade aquí ese profundo temor que dice el Salmo. Ese temor es conciencia de la grandeza  y el poder de Dios en cuyas manos está nuestra vida y que no queremos perder. Su grandeza y nuestra limitación. Su poder y nuestra fragilidad. Su amor y nuestra miserable ceguera y mezquindad que no nos dejó ver que estuvimos siempre envueltos en ese amor. Temor de Dios, don del Espíritu Santo. Se lo pidamos en el Nombre de Jesús. Se cumplirá la Palabra en nosotros: “Todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se los concederá”. Si le pedimos tantas cosas buenas pero pequeñas y vemos cuánto nos las concede, ¡cuánto más nos dará lo que es el deseo de su Voluntad cuando nuestra voluntad lo desee!

sábado, 21 de junio de 2014

LA VIDA ES BELLA

Me gustó mucho la película que lleva este nombre, referida a aquel hombre judío que, a pesar de sus terribles vivencias de la persecución y tortura nazi, lucha por vivir con alegría y ayudar a vivir así a su pequeño hijo, preservando su inocencia a pesar del infierno en el que se encuentran.

Su actitud refleja estas palabras de Jesús: “La lámpara de tu cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado” (Mt. 6, 22). Por mucho tiempo, demasiado, pensé que las enseñanzas del Maestro se referían a lo espiritual de modo exclusivo y excluyente. Influjo sin duda del neoplatonismo que crea una distancia entre lo espiritual y lo corporal. Cuando el Señor me permitió conocer un poco más de las Sagradas Escrituras y su origen, conocí también que el pensamiento semita, que está detrás de todas ellas, no admite esta separación de uno y de otro. De modo que escuchar estas palabras del Señor significa entenderlas física y espiritualmente.
Esto físico lo refiero al hecho del “ver” más que del ojo mismo. Ver la vida, ver los hechos, verme a mí mismo, ver a los demás. Si mi mirada está enferma, todo mi cuerpo estará enfermo. Y aquí lo físico entra de lleno. El descubrimiento de las enfermedades psicosomáticas lo confirma. Descubrimiento que ha sido ponerles un nombre y darse cuenta desde lo científico. ¿Teníamos que esperar tanto tiempo para descubrirlo cuando ya estaba escrito en la Palabra de Dios? No hay duda, toda enfermedad que no se refiera a un agente etiológico externo proviene de una mirada enferma, de una enfermedad del alma.
Jesús, que eres la Vida, danos de tu vida por manos de María
Y un alma enferma la hemos referido exclusivamente al alma en pecado. Al que obra mal y tiene las consecuencias. Lo sabemos, también por el contrario, el alma enferma viene de lo opuesto, del recibir el mal del otro que enferma al que padece ese mal. Esto, a su vez, se ha reducido a aquella agresión voluntaria y maligna de otro: ofensas, injusticias, violencias. Lo que dejamos de lado es otra forma de agresión y de mirada enferma, la que va creciendo día a día desde el instante de nuestra concepción en el vientre de nuestra madre hasta el día presente, el día en que leemos estas líneas. Esta oscuridad que opaca nuestra vida y nos enferma, se origina en la mirada que los demás, y luego nosotros mismos, vamos forjando sobre nosotros. Lo que nuestros padres, parientes más cercanos, van “haciéndonos creer” y lo terminamos creyendo. Secretos reclamos, cargar culpas que no tenemos, desprecio por nosotros mismos, responsabilidades imposibles de llevar, todo va contribuyendo a la enfermedad de nuestro ojo, a su oscuridad. Llega un punto en que esta mirada comienza a extenderse sobre nuestro cuerpo, desde la inocente contractura hasta el cáncer terminal.
He conocido muchas historias de estas, y sigo viendo caminos de muerte en muchas personas. Y la verdad, a veces me desespero por la ceguera en la que caminan y de la que parecen no querer salir. Algunos ejemplos. Un amigo, comentándome de un edificio abandonado, me habló de su propietaria. Una señora que vivía sólo con su hija. La hija terminó siendo una persona extraña. Profesional, vivía sometida a su madre de tal modo que no hacía nada sin que ella lo aprobara, pero ya era una mujer que pasaba los 40 años. Era incapaz de salir de su casa y vivía enferma. Su madre continuamente la controlaba y le decía lo que estaba bien y lo que estaba mal. Esta hija adoraba a su madre. Nunca pensó que su madre le estuviera haciendo algún mal. Creyó que su vida dependía de esta mamá. Esto llegó a tal punto, que el día que esta madre falleció, su hija no pudo sobrevivirla más que un breve tiempo. Encerrada en su casa, llena de tristeza, tenía terror de salir, ya no tenía esa protección que se le había hecho indispensable.Llegó a convencerse de que su vida sólo tenía valor si su madre la gobernaba. Murió sola en su casa, sin ninguna enfermedad, al parecer de inanición. Tenía los ojos enfermos.

Otro amigo, lleno de vida, generoso, con una familia excelente a quien conocí; sufrió durante mucho tiempo la conflictividad de su madre y de su hermano. Ellos le reclamaban continuamente cosas que no tenían sentido. Se refería a su trabajo. Les molestaba que progresara, pero no era envidia, era el reclamo de una supuesta responsabilidad que este amigo tenía sobre su madre y hermano. La presión llegó a tanto, que un cáncer provocado por la tensión y la tristeza acabó con su vida en pocos meses. Una mirada enferma sobre sí mismo. Una incapacidad de sobrellevar la agresión que se transformó en autoagresión.

Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado, dice Jesús. Decía que a veces siento desesperación cuando veo obstinación por seguir teniendo el ojo enfermo. Cuando encuentro resignación cuando hay una vocación arrolladora de vida y de alegría en nosotros mismos. Cuando veo que se prefiere seguir viviendo una vida falsa, con alegrías falsas, con distracciones, una vida efímera que acabará en muerte; antes que buscar esa luz que hay en nosotros. Luz que no nos pertenece, que no se refiere a la naturaleza ni a energías cósmicas. Luz que es la luz de la vida, Jesús. Es decir, buscar esa salida espiritual auténtica, ese encuentro con Dios que es nuestro espejo, que nos hace vernos como verdaderamente somos. Pero mientras nuestra religiosidad siga siendo un parche consolador, un cúmulo de frases bonitas o rezos interminables que no tocan nuestra realidad (ni queremos que la toque), un último recurso porque, en definitiva no le creemos a Dios, no creemos en lo que significa el “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” como nos dijo Jesús.


Te invito a decirle a Jesús como aquel ciego cuando el Señor le preguntó ¿qué quieres que haga por ti?: “Señor, que vea”. 

jueves, 19 de junio de 2014

DE LO FALSO A LO VERDADERO


Es fácil encontrar en las páginas de facebook expresiones cargadas de sentimientos para con los “amigos”: sabés cómo te quiero, yo te quiero más, tkm, etc. Y de sentimientos igualmente intensos para los “otros”: estos se merecen…, son unos hijos…., ojalá se pudran…. Un salto del amor tierno y humano a un odio visceral, a sentimientos tan o más inhumanos que los sentimientos o hechos por los cuales se protesta.

“Si ustedes aman solamente a quienes los aman ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?” nos dice Jesús, el Maestro (Mt. 5, 46-47)

Cisnes de cuello negro.
Cerca de casa anuncian una belleza mayor. 
Es muy interesante reconocer qué resonancia tienen los publicanos para los discípulos que en aquel momento escuchaban al Señor. Hombres corruptos, miembros de Israel pero colaboradores de los invasores romanos. Hombres ambiciosos que hacían ganancias económicas y que se movían en el ámbito de las amistades de poder político o económico por interés de dinero. Ellos aman a los que los aman. Ellos aman por el interés que les devenga ese amor dado. Hay un interés.
Y qué resonancia tienen los paganos, hombres llenos de dioses falsos, generalmente dioses que son la encarnación de las pasiones humanas: la diosa de la fecundidad, el dios de las cosechas, el dios vengador, etc. El pagano tiene encarnadas sus pasiones en una aparente religiosidad.

Con una motivación u otra, el círculo del amor se estrecha y se vincula principalmente a esos intereses a esas motivaciones que están lejos de ser por el amor mismo, por el bien del otro. El otro tiene valor en la medida que me satisface, pero no tiene valor por sí mismo. Tiene valor por los afectos que me genera. Y esos afectos se motivan por las pasiones. ¿auténtico amor? ¿auténticos “tkm”?

“Yo les digo: amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores. Así serán hijos del Padre que está en los cielos” (Mt. 5, 45) Jesús nos lleva a sus discípulos a un punto de partida muy distinto. La razón de nuestros afectos ya no son los intereses ni las pasiones, sino nuestro origen, nuestro ser hijos del Padre. La fuente del amor parte de lo que somos y no de lo que los demás nos hacen. Y el amar auténtico es el que no parte de intereses ni motivaciones externas. Parte de nuestra identidad. Realmente parece un imposible. Sí, lo es si miramos desde las pasiones y de los intereses. Ambas cosas son como fuegos que nos dominan. Acostumbrados a dejar a las pasiones obrar en nosotros, nos parece un mundo imposible el Evangelio de Jesús. Nos parece una utopía inalcanzable. Lo es de verdad si Jesús es una idea y no una persona. Si Jesús es un conocido y no un amigo. Si Dios es un todopoderoso pero no nuestro Padre.

Un indicio muy frecuente de esto último es nuestra consideración de Dios: ¿por qué obra mal? “Dios es injusto”, “me enojé con Dios”. Como hijos caprichosos que creen saber más que su Padre, nos animamos a juzgarlo, cuando él es Juez. Nos parecemos a esos niños que patean a su papá o su mamá porque no les dio el gusto que esperaban, o que se enojan con ellos cuando se ponen celosos de los afectos que sus padres dan a otros niños. Como el hijo menor de la parábola del hijo pródigo, nos vamos de su lado, decididos a gastarlo todo porque creemos que así somos felices. Esas bendiciones de Dios nos gustan. Que se haga lo que nosotros queremos. Entonces sí decimos que Dios es bueno y que creemos mucho… pero siguen siendo nuestras pasiones satisfechas aun este amar a Dios, igual que los publicanos, igual que los paganos.

Qué importante es mirar a Dios nuestro Padre cada día, cada mañana para reconocer nuestra identidad. Señor, yo quiero ser tu hijo, mirarme en el espejo que es Jesús porque me hiciste a imagen de él. Quiero recordar este día que eres amor, que haces salir el sol sobre buenos y malos; y llover sobre justos y pecadores. Así, con el corazón más ancho que la estrechez de mis intereses y pasiones, amar en este día y todos los días a todos aquellos, que por la Sangre de tu Hijo, hoy son mis hermanos. Aunque no me amen, aunque no me beneficien, y aunque me perjudiquen. Amén. 

NUESTRA VIDA ES UN FARO


La frase suena pedante. No es el enfoque con la que la escribo. Me impactó la Palabra que el Señor me dio en un discipulado, Eclesiástico 48, 12-18. Pensaba desde que era muy joven que si mi vida cristiana la vivía con intensidad llevaría a muchos a creer en el Evangelio, en su poder. La motivación fue buena, me permitió descubrir la esencia de mi Vida Religiosa, mi vocación. Lejos estaba de comprender un error.

La vida del profeta Eliseo fue ejemplar y prodigiosa, sin embargo, no provocó la conversión de las multitudes. Es el cuestionamiento fuerte que me hizo la vida del Beato Carlos de Foucauld, quien vivió en el desierto del Sahara como sacerdote eremita. En esas grandes soledades sólo pobladas por silenciosos y esporádicos beduinos, testimonió a Cristo en un silencio que no provocó la conversión de nadie. Sigue latiendo dentro de mí esa incógnita que también cuestiona el sentido de la Evangelización. En la página de la Escritura sobre Eliseo se demuestra que aquel faro, es una soledad en medio de un grande y oscuro océano. Una insignificancia donde lo valioso es la luz que irradia, la seguridad que da depende del marino que se acerca, la eficacia depende de que alguien pase por allí cerca. El faro es verdaderamente insignificante.
¿Y qué es significativo? Aquí la mentalidad  del mundo empieza a verse en mí con claridad. La eficacia no es un criterio del Evangelio. La constancia sí. La luz sí. El saber estar, permanecer, sí. Las tempestades rodean a un faro, pero el faro sigue siendo lo que es y no se va de allí. Su luz disminuye cuando las altas olas lo tapan, pero recupera su intensidad y reaparece a la vista cuando estas aguas bajan.
Amanecer en Casa San Charbel.
Dios mío, desde la aurora te busco.  (Salmo 62)

Así mi vida, la vida de cada discípulo de Jesús, de cada bautizado, o sea, tiene un valor intenso e inmenso si permanece siendo luz, como aquel faro. La sociedad parece ir por cualquier parte, y probablemente seguirá así, pero mi vida no dejará de ser luz. Quizá valorarán lo que soy aquellos que en medio de su tempestad alcancen a darse cuenta que detrás de una gran ola hay una luz esperándolos, diciéndoles en silencio dónde está la costa, qué camino los sacará del peligro. Pero en todo caso, el sentido de mi vida no está en que aparezca aquel extraviado, sino en el ser luz, en esa luz que es el gozo y el sabor de mi existencia.


“Ustedes son la luz del mundo…así debe brillar ante los hombres la luz que hay en ustedes.” (Mt. 5, 14.16)

domingo, 15 de junio de 2014

“Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella”. (Mt. 10, 12)


Palabras del Señor que vi concretamente vividas por el P. Julio Gotelli OSB, quien siempre saludaba diciendo: “La paz con vos”. Y era un hombre de paz. ¿Dónde estaba esa paz que él tenía y que transmitía? Encuentro dos fuentes. Una es ese vivir en la presencia del Señor que se traslucía en su discreta manera de estar siempre en oración. A veces, por las mañanas, sentado en el coro del Monasterio haciendo una oración silenciosa, con una mirada seria. Estaba tan en oración que cuando se encontraban nuestras miradas, si es que en ese momento entraba yo por allí, él permanecía en esa seriedad de rostro muy ajena a su jovialidad habitual. No era un rostro severo, sino una mirada sumergida en la grandeza de Dios, en su misterio, en la seriedad de su presencia. Gesto de la criatura que se sabe infinitamente pequeña frente al Padre de las luces.

Vivir en la presencia del Señor. Un testimonio que el mundo necesita. Recientemente lo hizo el Papa al invitar a los presidentes de Israel y Palestina a reunirse en oración con él. No los invitó a dialogar sobre el asunto, sino a elevar sus miradas al Padre de todos, a la fuente de la paz que comienza allí, desde el Cielo, de donde vino el que es el Príncipe de la Paz, Jesús, Nuestro Señor. Vivir en su presencia está lejos de tener un comportamiento moral correcto. También los hombres de buena voluntad (secretamente guiados por la gracia de Cristo) pueden tener un comportamiento moral bueno, y a veces más bueno que el de nosotros los cristianos. Vivir en su presencia es anterior a nuestros comportamientos. Se transforma en una actitud y en un modo de ver las cosas, los acontecimientos, la propia vida, el mundo. Eso hace que seamos artífices de la paz. Nuestro punto de referencia no está en las cosas que pasan ni en la insignificancia de nuestras experiencias, aunque ellas sean tan patentes a nuestro ser. Nuestro punto de referencia está en el Dios de la paz que habita en el corazón de los que creen. En su Reino, presente entre nosotros, Reino de paz y justicia, ambas cosas divinamente logradas en el momento de la cruz. En su amor por nosotros, tan infinito como su existencia, y que es renovador constante de nuestra identidad, de nuestra alegría, de nuestra esperanza. Que nos devuelve al campo de batalla con una mirada nueva. Desde ahí brota el obrar cotidiano que también responde a esa presencia de Dios. Se mueve por ese motor primero, ya no por lo que pasa, por lo que me hicieron, por lo que se merecen, por mi resignación a que las cosas son así.

Mi querido Padre Julio tenía otra fuente de paz: la escucha. La Regla de San Benito, que diariamente meditaba en el oratorio  inicia diciendo: “…inclina el oído de tu corazón”. Una invitación a escuchar la voz de Dios. Esta actitud se traslucía en los momentos en que hablaba con cualquier persona. Sea joven o  adulta. Sea un niño, un pobre habitante de los cerros tucumanos; P. Julio te escuchaba con una atención tan grande que podía encontrarte al año siguiente y preguntarte con detalle sobre lo que habías conversado con él. Se involucraba en lo que escuchaba compartiendo con los gestos la intensidad del relato: con una sonrisa, con seriedad, con asombro. Pero siempre leyendo desde el Señor eso que escuchaba para hacer luego acotaciones breves y cargadas de significado. Tus palabras ya habían pasado por su corazón. Esto lo hacía un hombre de paz, un hombre de reconciliación. Uno habla con un sacerdote cuando tiene algún lío entre manos. Su devolución era siempre desde la mirada del Señor, mirada desde la fuente de la paz. Al final del diálogo tenía la sensación de que había encontrado un sentido tan grande a lo que estaba viviendo que era difícil quedarse con algún mal sabor, aunque fuera dramático el hecho relatado.

Esta segunda fuente de la paz, la escucha. Es esta escucha de todo lo que pasa como un paso de Dios. Paso salvador. Paso de su Reino que contiene el sentido de lo que vivimos. Su verdadero sentido.


Señor, hazme un instrumento de tu paz. 

martes, 27 de mayo de 2014

SEÑOR, ¿A QUIÉN VAMOS A IR? SÓLO TÚ TIENES PALABRAS DE VIDA ETERNA (Jn. 6, 68)


Estas palabras se las dijo Pedro a Jesús cuando muchos discípulos lo habían abandonado a causa de sus enseñanzas sobre la Eucaristía. ¿Qué les había escandalizado? Que Jesús diera a comer su cuerpo. Los oyentes le dijeron a Jesús en ese momento: “Es duro este lenguaje ¿quién puede escucharlo?

La respuesta de Pedro no parece dar a entender que él comprendiera más que los que abandonaron a Jesús. Más bien, Pedro reafirma que no entiende muy bien lo que Jesús quiso decir, pero en el fondo de su corazón Pedro sabe que lo que Jesús enseña es verdad. Una verdad que sobrepasa su capacidad de entender porque, como discípulo, tiene un conocimiento mayor. Este conocimiento es el del discipulado, de ese tiempo y actitud de Pedro hacia Jesús. El primer conocimiento de Pedro es que Jesús lo llamó sin que él mismo lo esperara. Cuando estaba en su trabajo de pescador, Jesús se acercó y lo llamó por su nombre. El segundo conocimiento es el de la convivencia cotidiana con Jesús. Pedro caminaba con Jesús y veía y oía lo que Jesús hacía y decía. Miraba con los ojos de Jesús. El tercer conocimiento son las enseñanzas de Jesús que hacía sólo con ellos, a solas. Los Evangelios no dicen qué les enseñaba Jesús. Eso ha quedado en el corazón de los Apóstoles y sobrepasa en mucho a las palabras consignadas por escrito en los Evangelios. Por ello ahora dependemos de su testimonio. El cuarto conocimiento es el de la cruz. Pedro experimentó su propia debilidad frente al misterio de salvación. No quiso aceptar la enseñanza sobre los acontecimientos de la Pasión, confió en sí mismo a la hora de pensar en su futuro de fe, quiso salvar a Cristo de la cruz mediante la espada, negó al Señor al momento en que comenzaba su pasión, se mantuvo a distancia de la cruz. Un gran conocimiento de sí mismo en su limitación, y un gran conocimiento del poder de la gracia de Cristo, de su misericordia.

Es bueno observar que los más decisivos pasos de conocimiento de Pedro fueron dados después de que él pronunciara estas palabras citadas al comienzo. El gesto esencial de la fe antecedió a lo que venía. Tal vez, si este Apóstol no hubiera hecho esta confesión de fe en aquel momento, antes de que todo pasara, no hubiera tenido la posibilidad de vivir como vivió lo que vino después.

En muchos momentos de la vida cotidiana, de la vida de fe, nos encontramos ante el desconcierto de los acontecimientos, de las palabras, de las dudas. Encontramos en el camino a discípulos que también dicen “Es duro este lenguaje ¿quién podrá entenderlo?”, y nosotros, casi sin comprender las cosas que pasan, sin poder dar una explicación, sin encontrar las palabras que nos parecen convenientes y convincentes, damos el paso de la fe. Fe que es ese conocimiento que tenemos de Jesús, de la vercidad de sus palabras. Conocimiento que nos nace de que sabemos que fuimos llamados sin habérnoslo propuesto nosotros primero, conocimiento que tiene la certeza de nuestro diario convivir con Jesús; conocimiento de lo que el Señor nos enseña a solas, en nuestro corazón; conocimiento de la cruz, de los momentos difíciles, desconcertantes, dolorosos, en los que también nosotros queremos dejar a Jesús, y, muy a pesar nuestro, nos acompañan esos sentimientos de abandonar al Señor.


Aún cuando los argumentos de muchos para dejar al Señor, a la Iglesia, rondan nuestra mente, llegan a nuestros oídos, hay un conocimiento más hondo que sobrepasa toda argumentación, por más evidente que parezca ser, que nos hace decir: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabra de vida eterna”.

viernes, 23 de mayo de 2014

AMAR, EN ESTO CONSISTE MI VOCACIÓN.

“Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn. 15, 12) Esta Palabra del Señor contiene la Liturgia de hoy en el Aniversario de mi Ordenación sacerdotal. El mandamiento del amor que sostiene todo lo que puedo pensar como bueno para mí y para todos. El núcleo de mi vocación humana y cristiana. El amor que todo lo mueve y la causa de contemplar el bien y la verdad en el mundo en que vivimos. El amor que es la fuente de esperanza ante toda dificultad porque el amor, aunque desaparece de la vista de los hombres en el camino de la vida, resurge con la misma fuerza transformadora cuando le damos lugar en nuestra vida.
Han pasado años de ministerio sacerdotal, y no tengo otra fuente para pensarlo más que este amor primero del Señor que lo origina, que me cautiva y que me llama. En esto consiste la razón por la que acepté que mi vida se consumiera para este servicio, sustentado en ese otro amor no medible que es el que me une a Cristo por los votos religiosos. Si verdaderamente no me sintiera verdaderamente amado y capaz de amar no hubiera pensado siquiera en seguir este llamado. Lo hubiera considerado valiente, admirable, apasionante, pero vacío y, a la larga o a la corta, hubiera sentido la necesidad de ser amado. Por el contrario, me siento tan amado y proyectado en el amor hacia los demás de manera colmada, que no puedo imaginar mi vida feliz en otra forma de vocación.
El amor todo lo transforma y esa convicción me mantiene en una lucha sin cuartel. La transformación de mi propio interior por la gracia, el “combustible” del amor que permanece y que es fuego purificador. El amor es poderoso y así lo creo. Contemplo luchas inútiles cuando en la sociedad se pretende mediante la legislación romana (fuente de nuestro derecho civil) modificar la sociedad para obtener la paz social en la velocidad que las voluntades lo pretenden. Se dan duros golpes al ver que por más que se aumenten y aumenten las leyes, no aparece la paz social buscada. Las ideologías quieren dar respuesta a las necesidades sociales, y se suceden gobierno tras gobierno proponiendo planes y sintiéndose los redentores de la sociedad. No pasa mucho tiempo y ya tienen en las calles  las protestas, y los que eran la esperanza y los mesías son después los enemigos del mismo pueblo que los eligió.
El amor es la sed de todo hombre: del bueno y del malo, del asesino y del trabajador. El amor es lo que está dentro del corazón de todo hombre. Puede estar opacado e incluso olvidado, pero aún esa realidad no dice otra cosa que esa persona se siente “no amada”. Y el amor será la respuesta para cambiar su corazón y volverlo a la realidad. La realidad auténtica, no la que parece que vivimos. Esa realidad que es el hombre mismo en su ser: ser amado y ser para amar. Por eso, la paz social proviene de una intensa promoción de los lugares y las estructuras que permitan a las personas desarrollar su capacidad de amar. Una vez, en una diócesis, durante el año Santo 2000, se propusieron promocionar la santidad y crearon la “Comisión para la santidad” que sacó inmediatamente un folleto sobre los santos y la santidad. Nada más inútil. La santidad no es un proyecto, es una realidad viviente que el fuego del Espíritu Santo, anima y reanima en el corazón del que mira a Dios. El amor tampoco es un proyecto, es una realidad. Y una realidad personal y operante. El amor es Dios.
Si quisiera ver al amor como un proyecto, diría que este se da solamente en la persona como individuo. En cada uno de nosotros. En mí mismo. Aquí sí es un proyecto porque requiere mi respuesta día a día. Requiere mi trabajo para descubrir las oportunidades de amar; y las realidades cotidianas donde me sé amado. Requiere que mire hacia la fuente del amor y no me quede con sus embajadores, porque si me apoyo en el amor que pasa, el amor de los seres queridos, el amor de los que me aprueban, el amor de mí mismo; sentiré más tarde o más temprano la ausencia de esas fuentes o su traición. Entonces no tendré la capacidad de descubrir el amor como tal y creeré que todo se ha terminado. Necesito volver a la fuente, necesito volver a Dios.
Y la prueba de que Dios nos ama es que nos ha dado, a su Hijo Único, Jesucristo, quien nos dijo con los hechos y con las palabras: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn. 15, 13). Volver a Jesús y vivir como sus discípulos, escuchando a los pies del Maestro sus enseñanzas y dejándonos conducir dócilmente por su Espíritu. Esto sí que es transformar el mundo, esto sí que es amar, esta lucha sí vale la pena. Como las ideologías, también los que vivamos este mandato divino de amar, tendremos las protestas enseguida. Pero no será porque hemos desilusionado a alguien sino porque “el mundo nos odia”. Pero nos dice Jesús “sepan que antes me ha odiado a mí” (Jn. 15, 18). Este mundo que no es la gente sino los modos de vivir y de actuar que se oponen al amor. Desde aquí podemos comprender el misterio del mal y no sentirnos derrotados ni engañados.
Si hay una lucha que vale la pena esta es la de amar.
Gracias, Señor, por tu amor infinito. Gracias por haberme amado y llamado a vivir en tu amor. Gracias por hacerme pregonero de ese amor que es el motor del mundo. Gracias porque puedo vivir cada día la prueba patente del amor que cambia todas las cosas y que hace fecundo el esfuerzo del hombre bueno. Gracias por este ministerio sacerdotal que es misterio y ministerio del amor.

Ama, y haz lo que quieras. (San Agustín)

martes, 20 de mayo de 2014

LES DEJO LA PAZ, LES DOY MI PAZ



Pero no como la da el mundo. La paz que nace de un acuerdo, de un razonamiento, de un consentimiento, de la perfección de un obrar. Cosas que duran lo que dura el buen ánimo de mantener estos supuestos. Pero el corazón, nuestro corazón, está muy lejos de tener tanta estabilidad. Lo mueve una cantidad de humores por momentos incontrolables. Cuando no pasiones que quieren encontrar la paz en el dominio de las situaciones y personas; en el rechazo del mal entendido como el otro, simplemente el otro por su realidad de existir y de ser distinto de nosotros. La paz del mundo, que no calma el corazón, sino que posterga u oculta la realidad de nosotros mismos necesitada de redención.

Les dejo mi paz. Palabras de Jesús, cuya palabra es eterna. Cuya realidad es más real que los acontecimientos que pasan. Mis palabras no pasarán, nos dijo. Y nos dio su paz. Ya está aquí. “No se inquieten ni teman”, también nos dijo, porque su paz es una realidad recibida, no creada por nosotros. Ni meditaciones, ni concentraciones, ni relajaciones, realidad pura sólo recibida de manos de quien puede decirlo: “les dejo mi paz”.


Paz de Jesús, serena las pasiones, despierta al hombre nuevo hondamente radicado en nuestro interior, descúbrenos el horizonte infinito de tus inspiraciones, haznos ver la realidad tal cual es. Realidad ya sumergida en tu paz, ya redimida en tu sangre, ya establecida en tu Reino. Realidad que no puede ver el mundo, ¡pero nosotros sí! Porque te hemos recibido sin que te hayamos pedido, te hemos encontrado sin que te hayamos buscado, nos hemos sumergido en ti, sin haberlo pensado. Paz de Jesús, don de lo alto, somos en ti. 

sábado, 17 de mayo de 2014

EL BUEN PASTOR

La jornada del Buen Pastor ha venido a nosotros en un momento de la vida de la Iglesia marcado por una nueva expectativa sobre la vida ministerial. ¿Cómo estarán en otras latitudes? En la nuestra aún percibo dos influencias que van haciendo nacer una nueva visión de la pastoralidad en la Iglesia. Una es la dicotomía entre la visión “desde los pobres” que en algunos espacios eclesiales ha sectorizado y orientado decididamente la acción evangelizadora. La otra una distancia abismal entre la vida común de los cristianos y la acción ministerial. La conciencia clara de que los métodos, las costumbres y los modos en que se lleva a cabo la acción ministerial están dejando las cosas como están, y los fieles “se nos van de las manos”. Hay muchas realidades concretas que no están siendo suficientemente iluminadas por el Evangelio y son lugares que exigen una presencia. ¿Cómo llegar como ministros del Evangelio hasta allí? Personalmente creo que esos lugares donde la ausencia del Evangelio está se deben a que los laicos no ocupan su lugar, pero, a su vez, estos no se sienten impulsados por los pastores a hacerlo. Existen nuevas corrientes de espiritualidad laical que los llevan a vivir en forma pietista, muy de devociones nuevas. Antes eran las cofradías de la antigua devotio moderna. Ahora son las formas de espiritualidad individualista y que busca ir al encuentro de una gran necesidad de las personas: su incapacidad para resolver situaciones problemáticas desde una acción divina. No sé si me salió bien la frase, los hechos son que la gente recurre a la superstición cuando ve que no encuentra una salida para situaciones problemáticas. Recurre también a la brujería cuando, ante esas situaciones problemáticas, decide torcer de algún modo el camino inexorable de sus malas decisiones o sus caprichos. O bien, la gente se va al protestantismo con mucha facilidad porque allí encuentran una respuesta a esa sed de la acción de Dios en sus vidas.

Percibo que esto indica una distancia entre la acción de la gracia de Dios, particularmente de los Sacramentos y la vida cotidiana. Una ausencia de la paternidad espiritual, que ahora quiso llamarse “acompañamiento” pero que sigue siendo una rareza porque la gente, literalmente, no es escuchada. Los sacerdotes estamos demasiado “ocupados” para eso. Las estructuras de pastoral se volvieron nuestras principales acciones, pero  no el trato cara a cara con los fieles. Me parece que es algo distinto del “olor a oveja” recomendado por el Cardenal Bergoglio y luego por el Papa Francisco, pero tiene mucho que ver. Tal vez los fieles entendieron que la vida sacramental es algo que hay que hacer, pero no la fuente de vida de gracia, el lugar del encuentro con Jesús vivo.

Algunos achacan esto al hecho de que la celebración de los Sacramentos es aburrida. Y por eso buscaron popularizar los Sacramentos mediante muchos gestos y acciones dentro de la Liturgia para hacerla divertida. He percibido que el resultado final fue que la gente está contenta con el sacerdote porque es “piola”, porque es cercano y porque le entienden. Pero pocas veces he escuchado que esto los llevara a una mayor cercanía hacia Jesús y un propósito de conversión y de acompañamiento (o dirección) espiritual. En mi experiencia  personal he visto que celebrar los Sacramentos como están indicados para toda la Iglesia pero poniendo alma y corazón en los gestos, la recitación de las oraciones y preparando la predicación atentos a la Palabra de Dios y a la situación de las personas que están delante; genera una participación activa de los fieles y encuentran en la Eucaristía, principalmente, su lugar de encuentro personal con Jesús; y con el trato cercano del sacerdote, consecuentemente, se sienten parte de una Comunidad. Espiritualidad personal y eclesialidad se conjugan entonces en el Sacramento de un modo vital. Lo demás: atención de los necesitados por parte de la comunidad, inserción en los ambientes, formación para el pensamiento y la acción, surgen de acuerdo a la creatividad del sacerdote que orienta. Bueno, parece una super enseñanza magisterial, pero es más una vivencia y una conclusión de lo que veo positivo para llegar hasta esos lugares que aún la Iglesia no llega.

Y volviendo al tema, esas formas de espiritualidad que llevan a la búsqueda de respuestas para sí mismo entiendo que son una parte del camino. Necesaria, pero una parte del camino. Y siento que el magisterio pontificio apunta a ese segundo aspecto de acción evangelizadora, y que no apunta ya a lo primero: la satisfacción de las necesidades espirituales inmediatas de la gente. Esto me parece una acción del Espíritu Santo. Es verdad que la Iglesia se estaba quedando mucho, y necesita tomar su protagonismo en la evangelización de las realidades de la sociedad, y por eso se hace aún más urgente. En el Papa Pablo VI con la Exhortación Apostólica “Evangelii Nuntiandi”, el tema de la incidencia del Evangelio era una enunciación de principios. En el Papa Francisco, en su Exhortación sobre la Evangelización “Evangelium Gaudium”, el tema de la incidencia del Evangelio es una orientación práctica y concreta que él mismo se propone testimoniar con sus gestos.


Ambas cosas, espiritualidad personal y acción concreta, son lo que necesitamos vivir intensamente. No hay duda.  

miércoles, 14 de mayo de 2014

MIRA QUE ESTOY A LA PUERTA, Y LLAMO

En estos días he recordado a Pedro. Este señor vecino de la Parroquia de N. S. de Luján y S.Pedro y S. Pablo de Campana, lo conocimos cuando se acercó para pedir una bendición para su esposa. Su señora llevaba más de 10 años, creo que 14 o 16 años, en cama enferma. Ya no podía hablar ni mover sus brazos. Pedro le daba de comer en la boca, la cambiaba, la bañaba, y estaba sentado a su lado durante casi todo el día. El mismo limpiaba la casa y cocinaba.

Mientras estaba al lado de su esposa, leía las Sagradas Escrituras. Cuando niño había vivido en el campo y él sabía que había sido bautizado, pero no tenía más noción de la fe. Ya entonces se interesó por conocer a Dios y pensaba que para acercarse a El tendría que leer la Biblia. Se compró una y comenzó a leerla. Siempre en el campo, nadie lo instruyó para que lo hiciera. Por sí mismo aprendió lo que eran los capítulos y versículos. Y meditaba lo que leía. Me decía que no podía comprender muchas cosas, pero sabía que era Dios el que hablaba y eso le bastaba en algunos momentos, que en realidad no sabía nada. Entrando en diálogo con él, podía darme cuenta que eso último era lo único que no era cierto de su afirmación. Pedro tenía la sabiduría que da el Espíritu Santo a quien se acerca por la fe las Sagradas Escrituras. Y un detalle de su narración me lo confirmó.
Alguna vez, viviendo él ya en la ciudad, llegaron los Testigos de Jehová y lo invitaron a sus reuniones. Le explicaron algunas cuestiones de la Biblia en esa visita; y él fue a esas reuniones. Su interés era saber más sobre Dios y encontraba una posibilidad en esa invitación. No tardó en darse cuenta que eso no era, que no era de Dios. El había leído las Escrituras por mucho tiempo, y sentía en su corazón que lo que ellas decían no era lo que los Testigos de Jehová le transmitían y dejó de ir. Quién iba a decir que aquellas palabras de la Constitución sobre la Divina Revelación (Dei Verbum) del Concilio Vaticano II que afirma que, los fieles, mediante la meditación asidua de la Escritura ayudan a toda la Iglesia a profundizar en su conocimiento; las vería cumplidas en la vida de este hombre del campo, venido a la ciudad y operario de fábrica, guiado por el amor a Dios y al prójimo (en la vida de su esposa)

No pasó mucho tiempo y su esposa falleció. Su dolor fue grande, y allí fue la segunda lección de vida y de fe que este querido hermano me dio. Le costó mucho asumir la ausencia de su esposa. Pero su señora ya llevaba ausente muchos años, aunque para él no. Su amor, profundamente humano, lo había llevado a esa comunión que trasciende lo puramente físico, e incluso, el legítimo querer una compañera que se ocupara de él. No, él entendía el amar como el ocuparse de la amada. ¿No es ese el verdadero amor de pareja? Ya se había olvidado lo que era salir a pasear, o ver un paisaje lindo. No conocía desde hace años más que el estar al lado de esa persona tan amada que llenaba sus días y a la que valía la pena atender con tanta dedicación.
 Pedro sabía que él era católico, pero era lo único que sabía de su fe. Claro, también sabía que tenía que hacer la Primera Comunión, aunque no sabía muy bien qué significaba. Lo invité a comenzar a prepararse para ese Sacramento y para la Confirmación también. En ese momento habíamos comenzado en la Parroquia a hacer Círculos Bíblicos en los que él participó. De él aprendí a buscar una página bíblica con un particular mover la esquina de las páginas con un solo dedo. Hasta hoy lo uso, y, cada vez que lo hago, su imagen se presenta a mi memoria.

Una enfermedad tan cruel como rápida, puso fin a sus días entre nosotros. El Señor me dio la gracia de poder asistirlo con el Sacramento de la Unción que recibió con esa fe inquebrantable largamente probada. Sé que todos esos momentos a los pies del Maestro, escuchando su Palabra, hoy han dado para él el fruto magnífico del secreto que contienen: la vida eterna. Me gustaría compartirles una foto de él, pero no la tengo escaneada, y, donde vivo, no tengo esa posibilidad.


Gracias, Pedro, por haber llegado un día a golpear la puerta de nuestra casa. Gracias porque tan sólo tu vida valió la pena de todas las alegrías, tristezas, esfuerzos y trabajos de vida pastoral en aquella Comunidad. Has sido un consuelo para mi discipulado y un estímulo para amar más la Palabra de Dios. Que el Señor me conceda un corazón de niño como el tuyo así podré entrar en el Reino de los Cielos. Amén!!