“Por eso les digo que
muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham,
Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos” ( Mateo 8, 11) Toda la Sagrada
Escritura se figura al Reino de Dios con la alegría de un banquete. La alegría.
¡Cómo se nos escapa de las manos! Vivimos
muchos acontecimientos felices que nos hacen estar alegres, pero a la
puerta de la fiesta ya nos espera alguna novedad que ensombrece o hace
desaparecer con instantánea velocidad el momento feliz que hemos vivido.
Vamos igualmente acumulando buenos momentos que son solaz
para las tristezas. Como creo ya lo comenté, Viktor Frankl constató en el campo
de concentración durante la segunda guerra mundial que el sufrimiento es
abarcador de toda la persona. Cuando alguien sufre algo, por pequeño que sea,
abarca de una vez todos sus sentimientos y su mirada sobre la vida. ¿Cómo
podemos hacer que las alegrías sean tan abarcadoras para que duren también todo
nuestro tiempo, aunque haya contratiempos?
Años atrás, en una comunidad había vivido una señora que era
evangélica. Falleció poco tiempo antes de que llegara yo como párroco a aquel
lugar. Su recuerdo estaba vivo. La misma comunidad católica reconocía en esa
señora una persona de fe, una fe contagiosa que la hacía alegre, comunicativa,
solidaria. Como me ha pasado con otras personas ya fallecidas y que no llegué a
conocer durante su vida peregrina, pude reconstruir fácilmente la personalidad
de esta señora. Tenía una alegría interior que nadie se la podía quitar. Su
alegría no se basaba en los hechos de la vida cotidiana; hubiera estado como
nosotros en el vaivén de los buenos y malos momentos. Su alegría se fundaba en
el acontecimiento único de una persona: Jesucristo.
En mis lecturas de temas muy diversos, cuando se hace
referencia a Martín Lutero, padre del protestantismo, se menciona que su
búsqueda era, dicho con mis palabras, esa alegría que la fe que él vivía no le
podía dar. Es posible, y lo he visto concretamente, que muchos católicos
actuales que abandonan la fe para aferrarse a grupos evangélicos buscan lo
mismo. La alegría del Reino que es Jesús mismo. Lo expresa él con sus palabras
cuando dice: “el Reino de Dios está entre ustedes” (Lucas 17,21).
Jesús es alegría para el que cree cuando se lo conoce y no
se adora la imagen de Jesús que nos hemos hecho. Lo distinguimos fácilmente:
cuando Jesús es más que algo, es alguien, es otro. Es alegría cuando deja de
ser la proyección de lo que a mí me parece y es el Maestro que me enseña a
vivir. Segunda idea que está muy en boga. Muchos quieren que la Iglesia haga
esto o aquello, que esto le gusta a Dios y esto no, los curas debieran hacer
esto otro. Es alegría cuando reconocemos en él “el dedo de Dios” como dice de
sí mismo cuando habla de que puede expulsar a los demonios. O sea, cuando es
Señor de la historia, dueño del destino de los hombres. Es alegría cuando es él
mismo el gran acontecimiento de mi vida, el más grande de todos. Cuando no hay
ni persona, ni vivencia, ni cosa alguna que sea más grande y más preciada por
mí que el Señor.
La alegría que no pasa es Jesús que pasa por mi vida, y a
cuyos pies quiero estar. “Abraham, el
padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se
llenó de alegría".
(Jua 8:56)
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