En
estos días he recordado a Pedro. Este señor vecino de la Parroquia de N. S. de
Luján y S.Pedro y S. Pablo de Campana, lo conocimos cuando se acercó para pedir
una bendición para su esposa. Su señora llevaba más de 10 años, creo que 14 o
16 años, en cama enferma. Ya no podía hablar ni mover sus brazos. Pedro le daba
de comer en la boca, la cambiaba, la bañaba, y estaba sentado a su lado durante
casi todo el día. El mismo limpiaba la casa y cocinaba.
Mientras
estaba al lado de su esposa, leía las Sagradas Escrituras. Cuando niño había
vivido en el campo y él sabía que había sido bautizado, pero no tenía más
noción de la fe. Ya entonces se interesó por conocer a Dios y pensaba que para
acercarse a El tendría que leer la Biblia. Se compró una y comenzó a leerla.
Siempre en el campo, nadie lo instruyó para que lo hiciera. Por sí mismo
aprendió lo que eran los capítulos y versículos. Y meditaba lo que leía. Me
decía que no podía comprender muchas cosas, pero sabía que era Dios el que
hablaba y eso le bastaba en algunos momentos, que en realidad no sabía nada.
Entrando en diálogo con él, podía darme cuenta que eso último era lo único que
no era cierto de su afirmación. Pedro tenía la sabiduría que da el Espíritu
Santo a quien se acerca por la fe las Sagradas Escrituras. Y un detalle de su
narración me lo confirmó.
Alguna
vez, viviendo él ya en la ciudad, llegaron los Testigos de Jehová y lo
invitaron a sus reuniones. Le explicaron algunas cuestiones de la Biblia en esa
visita; y él fue a esas reuniones. Su interés era saber más sobre Dios y
encontraba una posibilidad en esa invitación. No tardó en darse cuenta que eso
no era, que no era de Dios. El había leído las Escrituras por mucho tiempo, y
sentía en su corazón que lo que ellas decían no era lo que los Testigos de
Jehová le transmitían y dejó de ir. Quién iba a decir que aquellas palabras de
la Constitución sobre la Divina Revelación (Dei Verbum) del Concilio Vaticano
II que afirma que, los fieles, mediante la meditación asidua de la Escritura
ayudan a toda la Iglesia a profundizar en su conocimiento; las vería cumplidas
en la vida de este hombre del campo, venido a la ciudad y operario de fábrica,
guiado por el amor a Dios y al prójimo (en la vida de su esposa)
No pasó
mucho tiempo y su esposa falleció. Su dolor fue grande, y allí fue la segunda
lección de vida y de fe que este querido hermano me dio. Le costó mucho asumir
la ausencia de su esposa. Pero su señora ya llevaba ausente muchos años, aunque
para él no. Su amor, profundamente humano, lo había llevado a esa comunión que
trasciende lo puramente físico, e incluso, el legítimo querer una compañera que
se ocupara de él. No, él entendía el amar como el ocuparse de la amada. ¿No es
ese el verdadero amor de pareja? Ya se había olvidado lo que era salir a pasear,
o ver un paisaje lindo. No conocía desde hace años más que el estar al lado de
esa persona tan amada que llenaba sus días y a la que valía la pena atender con
tanta dedicación.
Pedro sabía que él era católico, pero era lo
único que sabía de su fe. Claro, también sabía que tenía que hacer la Primera
Comunión, aunque no sabía muy bien qué significaba. Lo invité a comenzar a
prepararse para ese Sacramento y para la Confirmación también. En ese momento
habíamos comenzado en la Parroquia a hacer Círculos Bíblicos en los que él
participó. De él aprendí a buscar una página bíblica con un particular mover la
esquina de las páginas con un solo dedo. Hasta hoy lo uso, y, cada vez que lo
hago, su imagen se presenta a mi memoria.
Una
enfermedad tan cruel como rápida, puso fin a sus días entre nosotros. El Señor
me dio la gracia de poder asistirlo con el Sacramento de la Unción que recibió
con esa fe inquebrantable largamente probada. Sé que todos esos momentos a los
pies del Maestro, escuchando su Palabra, hoy han dado para él el fruto
magnífico del secreto que contienen: la vida eterna. Me gustaría compartirles
una foto de él, pero no la tengo escaneada, y, donde vivo, no tengo esa
posibilidad.
Gracias,
Pedro, por haber llegado un día a golpear la puerta de nuestra casa. Gracias
porque tan sólo tu vida valió la pena de todas las alegrías, tristezas,
esfuerzos y trabajos de vida pastoral en aquella Comunidad. Has sido un
consuelo para mi discipulado y un estímulo para amar más la Palabra de Dios.
Que el Señor me conceda un corazón de niño como el tuyo así podré entrar en el
Reino de los Cielos. Amén!!
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