Palabras del Señor que vi concretamente
vividas por el P. Julio Gotelli OSB, quien siempre saludaba diciendo: “La paz
con vos”. Y era un hombre de paz. ¿Dónde estaba esa paz que él tenía y que
transmitía? Encuentro dos fuentes. Una es ese vivir en la presencia del Señor
que se traslucía en su discreta manera de estar siempre en oración. A veces,
por las mañanas, sentado en el coro del Monasterio haciendo una oración
silenciosa, con una mirada seria. Estaba tan en oración que cuando se
encontraban nuestras miradas, si es que en ese momento entraba yo por allí, él
permanecía en esa seriedad de rostro muy ajena a su jovialidad habitual. No era
un rostro severo, sino una mirada sumergida en la grandeza de Dios, en su
misterio, en la seriedad de su presencia. Gesto de la criatura que se sabe
infinitamente pequeña frente al Padre de las luces.
Vivir en la presencia del Señor. Un
testimonio que el mundo necesita. Recientemente lo hizo el Papa al invitar a
los presidentes de Israel y Palestina a reunirse en oración con él. No los
invitó a dialogar sobre el asunto, sino a elevar sus miradas al Padre de todos,
a la fuente de la paz que comienza allí, desde el Cielo, de donde vino el que
es el Príncipe de la Paz, Jesús, Nuestro Señor. Vivir en su presencia está
lejos de tener un comportamiento moral correcto. También los hombres de buena
voluntad (secretamente guiados por la gracia de Cristo) pueden tener un
comportamiento moral bueno, y a veces más bueno que el de nosotros los
cristianos. Vivir en su presencia es anterior a nuestros comportamientos. Se
transforma en una actitud y en un modo de ver las cosas, los acontecimientos,
la propia vida, el mundo. Eso hace que seamos artífices de la paz. Nuestro
punto de referencia no está en las cosas que pasan ni en la insignificancia de
nuestras experiencias, aunque ellas sean tan patentes a nuestro ser. Nuestro
punto de referencia está en el Dios de la paz que habita en el corazón de los
que creen. En su Reino, presente entre nosotros, Reino de paz y justicia, ambas
cosas divinamente logradas en el momento de la cruz. En su amor por nosotros,
tan infinito como su existencia, y que es renovador constante de nuestra
identidad, de nuestra alegría, de nuestra esperanza. Que nos devuelve al campo
de batalla con una mirada nueva. Desde ahí brota el obrar cotidiano que también
responde a esa presencia de Dios. Se mueve por ese motor primero, ya no por lo
que pasa, por lo que me hicieron, por lo que se merecen, por mi resignación a
que las cosas son así.
Mi querido Padre Julio tenía otra fuente de
paz: la escucha. La Regla de San Benito, que diariamente meditaba en el
oratorio inicia diciendo: “…inclina el
oído de tu corazón”. Una invitación a escuchar la voz de Dios. Esta actitud se
traslucía en los momentos en que hablaba con cualquier persona. Sea joven
o adulta. Sea un niño, un pobre
habitante de los cerros tucumanos; P. Julio te escuchaba con una atención tan
grande que podía encontrarte al año siguiente y preguntarte con detalle sobre
lo que habías conversado con él. Se involucraba en lo que escuchaba
compartiendo con los gestos la intensidad del relato: con una sonrisa, con
seriedad, con asombro. Pero siempre leyendo desde el Señor eso que escuchaba
para hacer luego acotaciones breves y cargadas de significado. Tus palabras ya
habían pasado por su corazón. Esto lo hacía un hombre de paz, un hombre de
reconciliación. Uno habla con un sacerdote cuando tiene algún lío entre manos.
Su devolución era siempre desde la mirada del Señor, mirada desde la fuente de
la paz. Al final del diálogo tenía la sensación de que había encontrado un
sentido tan grande a lo que estaba viviendo que era difícil quedarse con algún
mal sabor, aunque fuera dramático el hecho relatado.
Esta segunda fuente de la paz, la escucha.
Es esta escucha de todo lo que pasa como un paso de Dios. Paso salvador. Paso
de su Reino que contiene el sentido de lo que vivimos. Su verdadero sentido.
Señor, hazme un instrumento de tu paz.
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