Estas palabras se las dijo Pedro a Jesús cuando muchos
discípulos lo habían abandonado a causa de sus enseñanzas sobre la Eucaristía.
¿Qué les había escandalizado? Que Jesús diera a comer su cuerpo. Los oyentes le
dijeron a Jesús en ese momento: “Es duro este lenguaje ¿quién puede escucharlo?
La respuesta de Pedro no parece dar a entender que él
comprendiera más que los que abandonaron a Jesús. Más bien, Pedro reafirma que
no entiende muy bien lo que Jesús quiso decir, pero en el fondo de su corazón
Pedro sabe que lo que Jesús enseña es verdad. Una verdad que sobrepasa su
capacidad de entender porque, como discípulo, tiene un conocimiento mayor. Este
conocimiento es el del discipulado, de ese tiempo y actitud de Pedro hacia
Jesús. El primer conocimiento de Pedro es que Jesús lo llamó sin que él mismo
lo esperara. Cuando estaba en su trabajo de pescador, Jesús se acercó y lo
llamó por su nombre. El segundo conocimiento es el de la convivencia cotidiana
con Jesús. Pedro caminaba con Jesús y veía y oía lo que Jesús hacía y decía.
Miraba con los ojos de Jesús. El tercer conocimiento son las enseñanzas de
Jesús que hacía sólo con ellos, a solas. Los Evangelios no dicen qué les
enseñaba Jesús. Eso ha quedado en el corazón de los Apóstoles y sobrepasa en
mucho a las palabras consignadas por escrito en los Evangelios. Por ello ahora
dependemos de su testimonio. El cuarto conocimiento es el de la cruz. Pedro
experimentó su propia debilidad frente al misterio de salvación. No quiso
aceptar la enseñanza sobre los acontecimientos de la Pasión, confió en sí mismo
a la hora de pensar en su futuro de fe, quiso salvar a Cristo de la cruz
mediante la espada, negó al Señor al momento en que comenzaba su pasión, se
mantuvo a distancia de la cruz. Un gran conocimiento de sí mismo en su
limitación, y un gran conocimiento del poder de la gracia de Cristo, de su
misericordia.
Es bueno observar que los más decisivos pasos de
conocimiento de Pedro fueron dados después de que él pronunciara estas palabras
citadas al comienzo. El gesto esencial de la fe antecedió a lo que venía. Tal
vez, si este Apóstol no hubiera hecho esta confesión de fe en aquel momento,
antes de que todo pasara, no hubiera tenido la posibilidad de vivir como vivió
lo que vino después.
En muchos momentos de la vida cotidiana, de la vida de fe,
nos encontramos ante el desconcierto de los acontecimientos, de las palabras,
de las dudas. Encontramos en el camino a discípulos que también dicen “Es duro
este lenguaje ¿quién podrá entenderlo?”, y nosotros, casi sin comprender las
cosas que pasan, sin poder dar una explicación, sin encontrar las palabras que
nos parecen convenientes y convincentes, damos el paso de la fe. Fe que es ese
conocimiento que tenemos de Jesús, de la vercidad de sus palabras. Conocimiento
que nos nace de que sabemos que fuimos llamados sin habérnoslo propuesto
nosotros primero, conocimiento que tiene la certeza de nuestro diario convivir
con Jesús; conocimiento de lo que el Señor nos enseña a solas, en nuestro
corazón; conocimiento de la cruz, de los momentos difíciles, desconcertantes,
dolorosos, en los que también nosotros queremos dejar a Jesús, y, muy a pesar
nuestro, nos acompañan esos sentimientos de abandonar al Señor.
Aún cuando los argumentos de muchos para dejar al Señor, a
la Iglesia, rondan nuestra mente, llegan a nuestros oídos, hay un conocimiento
más hondo que sobrepasa toda argumentación, por más evidente que parezca ser,
que nos hace decir: “Señor, ¿a quién vamos
a ir? Tú tienes palabra de vida eterna”.