1-PADRE PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN
Ante la incomprensión de lo que verdaderamente acontecía en la cruz de Jesús, los que se burlaban, los que le enrostraban que si era hijo de Dios se salvase a sí mismo, los que lo flagelaban, los que eran indiferentes, los que estaban satisfechos de que al fin pudieran verse libres de sus palabras, de sus enseñanzas, el Señor y Maestro tiene estas palabras de misericordia.
Dice “Padre”. En su conciencia personal, Jesús sabe que la contradicción que sufre no le crea enemigos, uno solo es el enemigo, aquel diablo o Satanás que pretende romper la obra de Dios. El encuentra en todos a sus hermanos, los hijos del Padre, de su Padre. El encuentra en la mirada de Dios a su Padre y cuya paternidad no se rompe en la dificultad, no se esconde en la hora de la cruz. Jesús esconde su corazón humano y lacerado por la incomprensión en el corazón del Padre Dios, de quien se sabe amado con amor único y eterno.
Dice “Perdónalos” porque sabe la responsabilidad personal que cabe a quienes lo rechazan o rechazan sus enseñanzas. Una responsabilidad que proviene de no querer aceptar la revelación de Dios que se ha dado plenamente en Cristo Jesús. =Pero el Padre se ha revelado en su ser en la persona de Cristo Jesús. “El que me ha visto a mi, ha visto al Padre” le dijo a su discípulo Felipe. El Padre Dios ha demostrado su amor y su cercanía en la persona de Jesús: “Quién podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”, nos dice San Pablo en la Carta a los Romanos. Jesús, el Señor Crucificado nos ha mostrado con su ejemplo que no hay nada mejor que hacer la Voluntad del Padre Dios cuando nos dijo “Mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”.
Hoy también quienes no quieren escuchar la voz del Maestro quien, siguiendo la Voluntad del Padre, llama a cada persona a ser su discípulo, son responsables de no responder a este llamado. Son responsables de decidir hacer la propia voluntad y no la Voluntad de nuestro Padre Dios. Son responsables de no reconocer a Jesús como aquel en quien el Padre se ha manifestado. Pero ¿dónde lo reconocerán? ¿Dónde reconoceremos el rostro de Dios? Cristo no es una figura del pasado, no es una imagen de recuerdo. Cristo no es un ídolo que se acomoda a cada circunstancia histórica dándonos lo que nosotros queremos según nuestro parecer facilista, egoísta o placentero. Reconocemos a Cristo en el Crucificado. Reconocemos a Cristo en la expresión máxima del amor a Dios y amor a nosotros. Lo reconocemos en el Señor que en la cruz, la contradicción, la renuncia a la propia voluntad, la entrega generosa, la aceptación de la persecución ante la coherencia de vida, nos sigue diciendo el amor con que nos ama el Padre Dios. Sí, quién podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.
“Porque no saben lo que hacen”. Este final de la primera palabra del Señor Crucificado despierta nuestra esperanza y nuestro deseo de anunciar a Cristo. Nuestra esperanza porque todo rechazo proviene siempre de una ignorancia. La ignorancia del amor con el que hemos sido amados. ¡Qué dolorosa ignorancia! ¡Cuántos que han sufrido la muerte de un ser querido quedan sumidos en la tristeza y el rechazo del Padre Dios porque consideran que él les quitó su ser querido! Cuántos ante el sufrimiento de los pecados de los demás por abandono, por las faltas de amor, porque no han recibido de los discípulos del Señor, los cristianos, un buen testimonio; y cuántos por obstinarse en sus pecados, por no querer vivir según los mandamientos del Señor, sufren en sus vidas y cargan pesadas cruces que el Señor quiso cargar por nosotros, que quiso liberarnos de tanto peso. No, no saben que no es necesario andar por este mundo cargando dolores interminables. No saben el destino de gloria al que el Señor nos llama a vivir por toda la eternidad. No saben que el perdón divino está ofrecido a manos llenas y que no hay pecado que no pueda ser perdonado. No saben que es posible cambiar de vida, que es posible abandonar los vicios, que los méritos de Cristo, sus dolores en la cruz, nos han obtenido del Padre Dios toda gracia y toda bendición.
Y despierta nuestro deseo de anunciar a Cristo porque hay tantos que sufren el dolor de sentirse solos, no amados; cuando este inmenso amor de Dios se derrama a brazos abiertos. Cuando el silencio elocuente del Crucificado está gritándonos el amor de Dios. S. Francisco de Asís corría por las calles de su pueblo gritando: ¡El amor no es amado, el amor no es amado! ¡Cómo no nos vamos a sentir urgidos los creyentes en Cristo a anunciar este amor inmenso de Dios a todos los que sufren! ¡Cómo no vamos a salir de nuestra comodidad y egoísmo y dar nuestro tiempo para que muchos conozcan el inmenso amor con el que fuimos amados! ¡Cómo no nos vamos a sentir fortalecidos aún ante la indiferencia y la incomprensión de los que no creen y perseverar en el anuncio del Evangelio de Jesús, el Señor de nuestras vidas!
¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!
2- EN VERDAD TE DIGO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO
En medio de los tormentos y las humillaciones que el Señor padecía, uno de los ladrones que estaba a su lado fue capaz de compasión. ¿De dónde sacó fortaleza y lucidez para reconocer la inocencia de Cristo? ¿Cómo es que encontró espacio en su corazón para pensar en otro cuando él mismo estaba en un tormento idéntico?
El ladrón era consciente de padecer las consecuencias de su propio pecado. Él mismo reprende al otro ladrón que se burlaba también del Señor. Este primer paso es el de la apertura del corazón. Este ladrón arrepentido abre las puertas de la misericordia por el dolor de sus pecados. Mientras el otro, aunque sabiendo su propio pecado, prefiere repartir injurias, despreciar al otro. Se ve perdido y goza que otro se pierda. El ladrón arrepentido, por el contrario, ve reflejada su propia miseria en la cruz de Jesús. Ve el efecto del pecado como en un espejo. Pero lo ve en un reflejo de salvación. La Cruz del Salvador le significa el dolor de la inocencia, la desdichada suerte del justo se hace solidaria con su propia suerte. Pero comprende el valor de la inocencia, se da cuenta que no puede ser otra cosa que el amor lo que ha hecho que este justo este ahora en medio de ellos dos.
¿Dónde estamos nosotros a la hora de nuestra cruz? ¿A la izquierda o a la derecha de Cristo? Si concientes de nuestra limitación y nuestro pecado, desesperamos, tendremos la actitud de rechazar a Jesús. Nos reiremos de la religión. Pensaremos que nadie tiene perdón y que todos somos pecadores, imposible de ser redimidos. Nadie es honesto, nadie obra el bien, y Dios no puede salvarnos. Este es el triste mensaje de los que se ponen en aquel costado de la cruz. Esta es la razón de la actitud burlona respecto de la fe, de los que creen que abrirle el corazón a Cristo es perder el tiempo. Claro, ante el vacío del alma hay que distraerla con algo, y entonces surge aquel alejamiento que busca satisfacer el interior con las cosas de afuera: la diversión sin sentido, la búsqueda de los bienes materiales como objetivo de la vida, el deseo de figurar en la sociedad por los bienes que se tienen, el desprecio o el olvido de los demás, la indiferencia ante el sufrimiento del otro, el no darle importancia al daño que producimos cuando nos movemos por nuestras pasiones, nuestros deseos sin freno, nuestro egoísmo. Como aquel ladrón que no se arrepintió también gritamos nosotros: “Si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros”, no te creemos, no podrás hacerlo.
Pero si estamos del otro lado de la cruz, en aquel lugar donde sentimos que Dios se ha identificado con nosotros también en la fragilidad y hasta en el pecado, como nos dice San Pablo, entonces nos sentimos levantados, no humillados. Nos sentimos capaces de volver nuestra mirada hacia la única esperanza posible: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Te hiciste como yo, Señor, no te avergonzaste de mi. Volviste tu mirada en el momento de dolor y me miraste con amor. Así, amigos, así, debemos nosotros mirar a Jesús. Que no busquemos migajas en la vida, que no nos resignemos a vivir en la chatura, en el sentirnos siempre miserables e indignos. Que el Enemigo del Señor no nos convenza con sus palabras seductoras: “así sos, ya no vas a cambiar”, “Todo esto es basura y engaño”. ¡No! No dejemos que el padre de la mentira nos engañe, dejémonos seducir por la mirada de Jesús crucificado, dejémonos impresionar por sus llagas inocentes y digámosle como aquel ladrón arrepentido: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” Y el Señor nos responderá: “En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso”
3- MUJER, HE AHÍ A TU HIJO; HIJO HE AHÍ A TU MADRE
Cuando alguien piensa el día de su partida, también piensa en los que ama. Piensa qué voy a dejarles. Quizá los más pobres pensarán que dejando una buena educación a sus hijos les están dejando lo mejor que podían, y no se equivocan. Otros buscan entre sus bienes más importantes, lo que les significó más en esta vida para dejárselo a los que aman. Muchos que tienen más, tienen que sufrir a la hora de pensar en dejar su herencia. La codicia o la ambición suele ser la causa de la división entre los hijos y el amor que alguna vez reunió a esa familia en torno a la mesa cotidiana se esfuma como si nunca hubiera existido.
En la hora suprema de su muerte, Cristo, el Señor, hombre como nosotros, también pensó en su herencia. Ya había sido despojado de sus vestiduras. Desnudo en la cruz no tiene otra bien material que dejar. El mismo le había dicho a aquel que quería seguirlo: “Las zorras tienen sus madrigueras y las aves del cielo sus nidos, pero el hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza”. Hoy contemplamos al Señor despojado de todo. Sin herencia en este mundo… pero todavía, su gesto de amor llega más allá de lo que imaginamos. Quiere dejarnos en herencia para el caminar de esta vida a su Madre.
“He ahí a tu madre” le dice al discípulo amado. Jesús se desprende de la maternidad terrena de María para darle la nueva dimensión de la maternidad universal. Si el Padre Dios quiso abrazarnos por los brazos de su Hijo clavado en la Cruz. Si quiso hablarnos por sus palabras dichas en los caminos de Galilea. Si quiso dejarnos signos de su obra por medio de los milagros que acompañaron el ministerio público del Señor. También quiso abrazarnos en la ternura de una mujer. Quiso dejarnos palabras en boca de esta Mujer, María. ¿Y cuáles son las palabras que ella nos dice? Ella repita incansablemente lo que dijo en aquel primer signo de Jesús, el milagro de convertir el agua en vino en las bodas en Caná de Galilea: “Hagan todo lo que él les diga”. Háganlo todo. No una parte. Todo. La Madre nos invita a la fidelidad a Cristo. Ella misma fue fiel, y como hija de Eva, como una de nuestra raza. Creatura de Dios, liberada del pecado por los méritos de su Hijo, ella nos testimonia que es posible ser fiel a Jesús. Que es posible dar pasos de fidelidad. Pero no pasos parciales, medidos de acuerdo a nuestras ganas o nuestro parecer. Pasos de fidelidad que se cumplen cuando verdaderamente amamos a Jesús al modo de Jesús y no a nuestro modo. ¿Cómo es el modo de Jesús?: “Si me aman, guardarán mis mandamientos”. María es la madre que nos invita a la fidelidad a Jesús. Y María es también la madre que en la Comunidad nos invita a compartir la herencia como familia. Ella susurra a nuestros oídos cada día que nos acercamos a su mediación maternal: “Tú eres, Señor, mi herencia. Tú eres mi único bien”. Cristo es la herencia que nuestro Padre Dios nos ha dejado como familia y María es la fiel memoria de esta herencia.
Y dijo Jesús: “He ahí a tu Hijo”
Es conmovedor pensar en los sentimientos de la Madre en el momento que se desprende de su Hijo. Va a morir. Está la certeza. Y ella se quedará sola. Las Sagradas Escrituras nada dicen de José su esposo. La tradición dice que él ya había muerto. Es la soledad de la Madre la que comienza y en ese preciso momento escucha las palabras del hijo fiel: “He ahí a tu Hijo”. María es invitada a abrir su maternidad a un sinnúmero de hijos. Su maternidad no muere con Jesús, se abre con Jesús. Su vida no queda en la soledad y el abandono, aunque los sentimientos tales la acompañen en aquel momento, su vida se abre a la fraternidad y al encuentro. El dolor da paso al amor. El dolor no encierra en el egoísmo. La cruz, para María, también da paso a la vida.
En este acto de Jesús, en estas palabras de Jesús, comprendamos el sentido del dolor y la pérdida en nuestras vidas. Nunca la cruz debe llevarnos al egoísmo pesimista. Nunca la cruz y la muerte debe llevarnos a la desesperación y al sinsentido. La cruz nos abre al amor y al servicio, como María, que desde Jesús descubrió su auténtica misión nacida desde que concibió por obra del Espíritu Santo, a Jesús en su vientre; también en este momento, desde Jesús conoce la misión que le espera hasta el fin de los tiempos: ser la madre de todos los discípulos de su Hijo. Así también nosotros en Jesús, desde Jesús y desde la cruz encontraremos también la misión que nos espera para el camino de nuestra vida. Ante el dolor, ante la cruz, acerquemos nuestro oído a la cruz de Jesús para escuchar sus palabras, para recibir nuestra misión.
4- ¡DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?
Eran las tres de la tarde. Como preludio de su muerte, Jesús experimenta la soledad de aquel momento supremo. Una soledad terrible y angustiosa. Dios está ausente. Se encuentra solo, sin consuelo. No sólo que nadie podía reemplazarlo ni comprenderlo en el dolor físico y espiritual que padecía, sino que también experimentaba el silencio de Dios. ¿Dónde estaba el Padre de Jesús que en las largas horas de oración hablaba con él? ¿Dónde está Dios a esta hora del Hijo en que supuestamente debiera este experimentar la cercanía de aquel? Si había cumplido en todo la Voluntad del Padre al punto de ser “su alimento” como el mismo Jesús llamaba al deseo y hecho de agradar en todo al Padre Dios. ¿Qué significa esta suprema injusticia? Si nosotros, hijos de Dios, pero pecadores e infieles tantas veces con el Padre del Cielo, en numerosas ocasiones nos cuestionamos “¿Por qué Dios me abandona en este momento?; cómo podemos considerar este gesto del Padre de las misericordias para con su Hijo único?
El profeta Elías nos dice “Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado” ( Is. Is. 53, 4) El cargó sobre sí la experiencia del límite humano. De esa búsqueda incesante del que experimenta la oscuridad del pecado, la lejanía de Dios. Jesús es el hombre creado por Dios, aquel hombre llamado a vivir en la unidad con Dios, es desde esa humanidad plena de donde nace su grito angustioso. ¡Necesitamos ser salvados!
Hoy escuchamos con honda tristeza aquellos que deciden quitarse la vida porque han llegado al límite de sus sufrimientos. No quieren más. No tiene sentido nada. Hoy somos testigos de muchos jóvenes que estando en el momento más pujante y hermoso de la vida, sienten el vacío y la soledad, la angustia y la desesperación, viven como si nada tuviera ningún valor en la vida, ni la vida misma; y ahogan su soledad y su angustia en la diversión insana, los vicios y el culto de la muerte. La oscuridad y el pecado como abandono de sí y del otro sin importar las consecuencias. Y todo se promociona como libertad, como darse el gusto, como el así somos. La sociedad se queja de la inseguridad y cree que levantando muros que poniendo leyes duras, que colocando alarmas, vivirá feliz. ¿No es este el testimonio más claro de la soledad en la que vivimos como sociedad? ¿No nos dice de aquellos que sufren la pobreza, están excluidos de los bienes espirituales y materiales?¿No son almas vacías donde todo horizonte se ha perdido y por ello han perdido el sentido de la vida y la dignidad propia y ajena?
¿Dónde encontaremos una salida para una sociedad desgastada, sin valores, desorientada? El grito de Jesús es el paso que estan esperando los que sufren. Las victimas y los victimarios son ambos los que gritan. Son ambos los que necesitan de este grito de Jesús que reúne los sufrimientos de los hombres y su realidad necesitada de salvación. Pero la salida no es la actitud defensiva contra los malos que nos oprimen, no es sumar divisiones en la sociedad, donde los pobres son los causantes de la violencia y los que más tienen son las víctimas. Todos somos víctimas y victimarios. Los pobres son víctimas de la exclusión de una educación y una vivienda digna, los pobres son víctima de una inadecuada distribución de la riqueza, de la falta de oportunidades, de una cultura donde el trabajo no vale por quien lo hace sino por lo que hace. Son víctima de que los planes económicos apunten a las leyes del dinero y no al valor del trabajo humano. Y son victimarios porque al perder educación y trabajo, se pierde su sentido de pertenencia a una comunidad de hermanos que comparten un destino común, que eso es lo que es una Nación. Así pierden el sentido del valor sagrado de la vida humana, y son fácilmente manipulables por la propaganda y las decisiones económicas que apuntan a llenar los bolsillos de unos pocos poderosos a costa del apoyo de la ignorancia y la desesperación de los que tienen que conformarse con unos pocos pesos “en negro”, o con una dádiva bienvenida a la hora de la necesidad para apoyar los planes de unos pocos ansiosos de poder. Y crece así su indiferencia y su desprecio por la vida propia y ajena. Los que más tienen son también víctimas de los que buscando ámbitos de poder llenan con expectativas consumistas, invitando a gastar y a vacacionar, no a trabajar y forjar una sociedad solidaria. A mirar hasta estos días santos como un momento de “finde” de consumo, de placer. Y a la hora de querer cultivar su vida espiritual esos cristianos “no tienen tiempo” porque trabajan porque tienen este y otro compromiso. Y para el Señor no tienen nada, ni siquiera los días santos. Son víctima del engaño de una televisión que busca incitar al placer por el placer sin comprometerse por la vida. Son víctima del consumismo que lleva a gastar por darse gustos sin mirar la necesidad del que no tiene ni siquiera lo necesario. Y son victimarios de sus propios niños y jóvenes, de los propios hijos. Al distraer la vida entre el consumo y el placer, la vacación y la diversión vacía, la televisión en la mesa familiar, no hay espacio de diálogo, no hay compromiso de educación. ¿Quién transmitirá los valores de nuestra cultura si no son los padres? Y si los padres no se ocupan de educar ¿cómo pueden pretender que los hijos asuman los valores cristianos, los valores que son la base de nuestra Nación? Y esos niños y jóvenes crecen sin valores. Y los victimarios también son sus propios padres al abandonarlos aún cuando están presentes. ¡Cuántos jóvenes y niños desearían que sus padres les dijeran “te quiero”, cuántos niños y jóvenes les gustaría sentir que su vida es importante para sus padres. Cuántos, ante el abandono de sus padres, hacen su vida y ahogan ese grito angustioso como el de Jesús en la droga, esa muerte lenta que va destruyendo nuestra sociedad, el alcohol, la lujuria, el desorden moral, el menosprecio de la dignidad de las demás personas y de sí mismo. Sí, también los que más tienen son victimarios porque teniendo la posibilidad de dar a los que necesitan un espacio para tomar otra actitud, los menosprecian y se defienden de ellos en vez de verlos como hermanos que necesitan una mano.
El grito de Jesús “Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado? Es el llamado de todos nosotros, víctimas y victimarios, para que el Padre Dios nos levante con la salvación que ha derramado en Cristo. ¡Levántanos, Padre, levántanos! ¡No nos dejes en el pantano de nuestras incoherencias y pecados! ¡Escucha la voz de tu Hijo, y no nos abandones!
5- TENGO SED
Nos dice el Apóstol San Juan que Jesús dijo estas palabras cuando todo se había cumplido, y para que también se cumpliera la Escritura. El profeta Zacarías dice “Mirarán hacia mí, al que traspasaron”. Todos los ojos se volvían a Jesús agonizante en la cruz. Y es él el que toma la iniciativa de pedir agua. Pero le dan vinagre.
Si las miradas que recibía el Maestro eran de compasión, la palabras eran recibidas como una necesidad. Si las miradas eran de desprecio, las palabras fueron recibidas como un castigo. ¿Cómo miramos al Señor Crucificado en este Viernes Santo? ¿Qué hay en nuestro interior?
Si escuchamos estas palabras como un castigo que recibe Cristo, lo miramos con desprecio. Esa era la actitud de los que no creyeron en él. Ellos esperaban que muriera, ya lo tenían. Estaba en la cruz. Al fin habían acallado la voz del profeta de Galilea. Al fin podían seguir viviendo como querían. Al fin se ve claramente que lo bueno no dura, y hay que seguir la vida como se puede. Este es el deprecio de la cruz, este es el desprecio del crucificado. La resignación del bien opacado. Del bien que ya no tiene lugar ni en mi familia ni en la sociedad. Este es el desprecio de los resignados que aceptan las modas y los argumentos de los que producen y cultivan la cultura de la muerte. Y siendo cristianos viven como paganos. Habiendo sido lavados con la Sangre de Cristo el día de su Bautismo viven en el silencio de los que ven la cruz como desprecio, como final de una historia frustrada. Ven el Evangelio de Jesús como un obstáculo para sus vidas, o como un peso del que es mejor alejarse huyendo de la vida espiritual, huyendo de la Iglesia, escondiéndose de Dios como Adán y Eva después que pecaron se escondieron cuando Dios los visitaba. ¿Seguiremos resignándonos a la descristianización de nuestras familias? ¿O tomaremos las armas del Evangelio, no las del mundo; las armas de la fe y no de la ideología; las armas de nuestra religión y no las de los que buscan una religión a su medida, a su gusto, para satisfacer sus deseos?
Si la nuestra mirada es de compasión ante el pedido de Jesús. Se abre ante nosotros como una urgencia por satisfacer la sed de Jesús sufriente en nuestro tiempo. Pero no para darle un vinagre sino el agua. Agua de nuestro mirar hacia los que sufren, agua que brota hasta la vida eterna cuando planteamos nuestra vida como un don para los demás. Cuando en vez de preguntarnos qué hará el gobierno para resolver tal cosa, qué hará nuestro vecino para arreglar tal o cual problema, somos nosotros los que vamos al encuentro, somos nosotros los que comenzamos a construir una Patria de Hermanos. Somos nosotros que acudimos atentos a esa sed de amor que todos nuestros hermanos tienen, comenzando por los más alejados y terminando pòr los que están a nuestro lado todos los días. Ir al encuentro para llevar el agua, aquello que calma la sed profunda de las almas. Obviamente no será el dinero, no será el consumo, no será la televisión, no será lo fácil, lo barato, lo puramente placentero y vacío. Será amor, será compromiso estable, será cercanía sincera, será afecto ordenado a buscar el bien y no el placer.
Tengo sed, nos vuelve a decir Jesús. Dejemos que hoy resuenen estas palabras en nuestros corazones.
6- TODO ESTÁ CUMPLIDO
Si hacer la voluntad del Padre era lo más grande para el Señor, este momento supremo de su entrega, entrega de su vida, es el capítulo que sella este deseo irrenunciable. “Hacer la Voluntad del Padre”. ¿Cuál es esta Voluntad? ¿La muerte del Señor? ¿Su Pasión? A veces muchos cristianos cuando alguien muere dicen “Era la Voluntad de Dios”, o si sufren horriblemente una muerte o un dolor dicen: “Era la Voluntad de Dios”, “Era su destino”. ¡Qué Dios espantoso el que hostiga con la muerte y el dolor a sus hijos! ¡Bendito sea el Padre de las misericordias que no es este Dios terrible, sino el Padre que ama a sus hijos y en cuya providencia vivimos de día en día! ¡Qué Dios bendito el que amándonos con entrañas de padre y madre, nos ha creado libres y espera una respuesta libre de nuestro corazón a sus llamadas!
No. El Padre Dios no tenía por Voluntad hacer sufrir a su Hijo. Sino que su Voluntad era y es salvarnos de la muerte y del pecado a nosotros. El entregó a su Hijo por amor nuestro. “Tanto amó Dios al mundo, nos dice Jesús en el Evangelio de San Juan, que envió a su Hijo para que todo el que crea en El no muera sino que tenga vida eterna. Esta era la Voluntad del Padre: demostrarnos su amor liberándonos de la muerte y del pecado. Jesús comprendió este camino y lo aceptó por obediencia. Y en esta obediencia buscó sin desfallecer llegar a esta meta de amor.
En una sociedad marcada por el placer como meta de todo lo que hacemos y como inspiración única de los actos, aparece hoy Cristo invitándonos con su ejemplo a hacer la Voluntad de Dios que es amar y en ese amor aceptar el camino de cruz que pueda significar. El lo vivió hasta el extremo y nos demostró que el camino del amor en la Voluntad del Padre, es un camino tan valioso que vale la pena cargar la cruz para llevarlo a cabo. El nos invita a perseverar en los valores cristianos, en nuestra fe cristiana, en la valoración de todos los bienes espirituales que nos ha regalado por Cristo empezando por la misma Eucaristía, la Misa, de donde sacamos la gracia y la enseñanza que en su Palabra el Señor nos da para vivir la Voluntad del Padre.
Pero en estas palabras dichas en el instante supremo de su muerte, el Señor Jesús también nos da ejemplo de qué significa perseverar en la Voluntad de Dios. “Todo se ha cumplido”, nos dice. Y podemos tener la impresión de que Jesús conocía todo lo que el Padre Dios haría, como si él experimentase completa y acabada seguridad de lo que Dios quería a cada instante. Estamos equivocados si pensamos así. Jesús fue conociendo la Voluntad de Dios en el camino de su vida, y a eso lo ayudaron sus largas noches de oración. En la oración, diálogo íntimo con el Padre, Jesús iba comprendiendo lo que el Padre quería, a veces de allí sacaba certezas de los actos concretos: la elección de sus apóstoles, por ejemplo. Y otras veces de allí sacaba la serena certeza de que aunque no comprendiese del todo o sintiera resistencia a aceptar ese camino, estaba haciendo la Voluntad del Padre. Jesús nos invita a que también nosotros busquemos hacer la Voluntad del Padre en una oración que es diálogo con él para reconocer sus caminos. Pero también el Señor sufría esa oscuridad que significa el paso de la fe: “Si es posible, aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. La fe no es conocer como adivinanza lo que vendrá, sino caminar de la mano del Padre por la vida. Arrojándonos a vivir el Evangelio de Jesús confiados en que así hacemos la Voluntad de Dios que nos salva.
Jesús comprendió que en todo ese sufrimiento de la cruz terminaba de cumplirse lo que el Padre quería, salvarnos por su amor, mostrarnos su amor, abrazarnos en su amor.
7- PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU
Las últimas palabras del Maestro. Desde que comenzó su ministerio público, Jesús habló y habló a la gente que lo rodeaba. En todo instante su palabra era llevarnos a Dios, a la fuente de nuestra vida. El vino para volver a unir nuestra vida con la del Padre Dios. Muchos a lo largo de la historia buscaron este encuentro con Dios, pero nadie llegó a comprender verdaderamente quién es Dios, sino sólo Cristo. Y lo podemos afirmar con toda libertad por las mismas palabras de Jesús “Nadie ha visto nunca a Dios, pero el que lo ha revelado es el Hijo único que está en el seno del Padre” (Jn. 1,18). ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Un ser eterno e inmortal, inalcanzable? ¿Es tan ajeno a la vida del hombre que ningún hombre puede hablar con cercanía de él o ningún hombre puede decir la verdad sobre él? Es la experiencia común de nuestro tiempo que tantos nos hablan de Dios que muchos han dejado de creer en él. Otros se sienten tan agobiados de argumentos a favor de religiones que terminan pensando que Dios es inalcanzable y que es mejor no involucrarse con estas religiones, con ninguna. Porque la religión acaba siendo una venta de productos. Y el Señor no ha venido a vendernos algo, ni nuestra fe católica quiere vendernos algo. Jesús es testigo y fuente del rostro de Dios. En él está Dios, él es Dios. Y nos ha llamado a todos los bautizados a reflejar el rostro de Dios. Si quisiéramos presentar con argumentos de razón quién es Dios, aunque perfectamente lo podemos hacer, ¿llevaríamos por eso a alguien a encontrar el rostro de Dios? Si quisiéramos presentar a Dios por medio de argumentos de religión, ¿lograríamos por ello que alguien descubra el rostro del Padre Dios? Tal vez lograríamos que alguien encuentre razonable creer en Dios, pero no lograríamos que ese alguien se encuentre con Dios. Tal vez lograríamos una adhesión a una fórmula de religión, tal vez formaríamos un fanático de una religión, pero no lo llevaríamos a descubrir el rostro de Dios. Ese rostro sólo se descubre en Jesús entregado y confiado en las manos del Padre. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, dice Jesús, como testamento y ejemplo. En tus manos Padre, una entrega de mi vida personal, de toda mi vida. En tus manos porque no eres una idea, no eres una fórmula, no eres un mago para cumplir mis deseos, no eres un sirviente para darme lo que yo creo que necesito y como yo creo que lo necesito. Eres mi Padre y me entrego confiado, aunque sea la muerte que llega a mi puerta, me entrego confiado. Ese ha sido el testamento de mi Señor y Maestro. Por eso confío en ti Padre, y aunque el dolor de la cruz, y las cosas que sufro parezcan cerrar el camino de mi vida, yo también quiero ser testigo de tu presencia, de tu rostro de Padre bueno, simplemente por mi gran confianza en tu amor y en tu misericordia. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Amén.
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