Me gustó mucho la película que lleva este nombre, referida a
aquel hombre judío que, a pesar de sus terribles vivencias de la persecución y
tortura nazi, lucha por vivir con alegría y ayudar a vivir así a su pequeño
hijo, preservando su inocencia a pesar del infierno en el que se encuentran.
Su actitud refleja estas palabras de Jesús: “La lámpara de
tu cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado” (Mt.
6, 22). Por mucho tiempo, demasiado, pensé que las enseñanzas del Maestro se
referían a lo espiritual de modo exclusivo y excluyente. Influjo sin duda del
neoplatonismo que crea una distancia entre lo espiritual y lo corporal. Cuando
el Señor me permitió conocer un poco más de las Sagradas Escrituras y su
origen, conocí también que el pensamiento semita, que está detrás de todas
ellas, no admite esta separación de uno y de otro. De modo que escuchar estas
palabras del Señor significa entenderlas física y espiritualmente.
Esto físico lo refiero al hecho del “ver” más que del ojo
mismo. Ver la vida, ver los hechos, verme a mí mismo, ver a los demás. Si mi
mirada está enferma, todo mi cuerpo estará enfermo. Y aquí lo físico entra de
lleno. El descubrimiento de las enfermedades psicosomáticas lo confirma.
Descubrimiento que ha sido ponerles un nombre y darse cuenta desde lo
científico. ¿Teníamos que esperar tanto tiempo para descubrirlo cuando ya
estaba escrito en la Palabra de Dios? No hay duda, toda enfermedad que no se
refiera a un agente etiológico externo proviene de una mirada enferma, de una
enfermedad del alma.
Jesús, que eres la Vida, danos de tu vida por manos de María |
Y un alma enferma la hemos referido exclusivamente al alma
en pecado. Al que obra mal y tiene las consecuencias. Lo sabemos, también por
el contrario, el alma enferma viene de lo opuesto, del recibir el mal del otro
que enferma al que padece ese mal. Esto, a su vez, se ha reducido a aquella
agresión voluntaria y maligna de otro: ofensas, injusticias, violencias. Lo que
dejamos de lado es otra forma de agresión y de mirada enferma, la que va
creciendo día a día desde el instante de nuestra concepción en el vientre de
nuestra madre hasta el día presente, el día en que leemos estas líneas. Esta
oscuridad que opaca nuestra vida y nos enferma, se origina en la mirada que los
demás, y luego nosotros mismos, vamos forjando sobre nosotros. Lo que nuestros
padres, parientes más cercanos, van “haciéndonos creer” y lo terminamos
creyendo. Secretos reclamos, cargar culpas que no tenemos, desprecio por
nosotros mismos, responsabilidades imposibles de llevar, todo va contribuyendo
a la enfermedad de nuestro ojo, a su oscuridad. Llega un punto en que esta
mirada comienza a extenderse sobre nuestro cuerpo, desde la inocente
contractura hasta el cáncer terminal.
He conocido muchas historias de estas, y sigo viendo caminos
de muerte en muchas personas. Y la verdad, a veces me desespero por la ceguera
en la que caminan y de la que parecen no querer salir. Algunos ejemplos. Un
amigo, comentándome de un edificio abandonado, me habló de su propietaria. Una
señora que vivía sólo con su hija. La hija terminó siendo una persona extraña.
Profesional, vivía sometida a su madre de tal modo que no hacía nada sin que
ella lo aprobara, pero ya era una mujer que pasaba los 40 años. Era incapaz de
salir de su casa y vivía enferma. Su madre continuamente la controlaba y le
decía lo que estaba bien y lo que estaba mal. Esta hija adoraba a su madre.
Nunca pensó que su madre le estuviera haciendo algún mal. Creyó que su vida
dependía de esta mamá. Esto llegó a tal punto, que el día que esta madre falleció,
su hija no pudo sobrevivirla más que un breve tiempo. Encerrada en su casa,
llena de tristeza, tenía terror de salir, ya no tenía esa protección que se le
había hecho indispensable.Llegó a convencerse de que su vida sólo tenía valor
si su madre la gobernaba. Murió sola en su casa, sin ninguna enfermedad, al
parecer de inanición. Tenía los ojos enfermos.
Otro amigo, lleno de vida, generoso, con una familia
excelente a quien conocí; sufrió durante mucho tiempo la conflictividad de su
madre y de su hermano. Ellos le reclamaban continuamente cosas que no tenían
sentido. Se refería a su trabajo. Les molestaba que progresara, pero no era
envidia, era el reclamo de una supuesta responsabilidad que este amigo tenía
sobre su madre y hermano. La presión llegó a tanto, que un cáncer provocado por
la tensión y la tristeza acabó con su vida en pocos meses. Una mirada enferma
sobre sí mismo. Una incapacidad de sobrellevar la agresión que se transformó en
autoagresión.
Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado, dice
Jesús. Decía que a veces siento desesperación cuando veo obstinación por seguir
teniendo el ojo enfermo. Cuando encuentro resignación cuando hay una vocación
arrolladora de vida y de alegría en nosotros mismos. Cuando veo que se prefiere
seguir viviendo una vida falsa, con alegrías falsas, con distracciones, una
vida efímera que acabará en muerte; antes que buscar esa luz que hay en
nosotros. Luz que no nos pertenece, que no se refiere a la naturaleza ni a
energías cósmicas. Luz que es la luz de la vida, Jesús. Es decir, buscar esa
salida espiritual auténtica, ese encuentro con Dios que es nuestro espejo, que
nos hace vernos como verdaderamente somos. Pero mientras nuestra religiosidad
siga siendo un parche consolador, un cúmulo de frases bonitas o rezos
interminables que no tocan nuestra realidad (ni queremos que la toque), un
último recurso porque, en definitiva no le creemos a Dios, no creemos en lo que
significa el “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” como
nos dijo Jesús.
Te invito a decirle a Jesús como aquel ciego cuando el Señor
le preguntó ¿qué quieres que haga por ti?: “Señor, que vea”.