Lucas 21, 29-33
El cine catástrofe,
es la imagen que más se acerca a la descripción que versículos antes de los
citados Jesús utiliza para indicar la llegada del Reino de Dios. En las
películas siempre aparece un héroe capaz de vencer las dificultades más
increíbles librándose y librando a sus seres queridos de destrucciones,
monstruos, zombies y cuanto la imaginación del libretista se presente. Una
sensación de poder o suerte interminables del protagonista, y una ausencia e
invalidez de todo principio de vida o mirada sobre el sentido y el fin de las
cosas, se adueñan de nuestros sentimientos. Es revelador. Creo que en la vida
diaria tenemos ese sentido. Vivimos como si las cosas no fueran a terminar
nunca y como si la felicidad consistiera en esa paz sin fin que anhelamos.
Las religiones orientales lo han solucionado de manera
agradable: ignorar los sufrimientos, la meditación para salir del mundo como se
presenta y vivir como si nada pasara. A eso se debe su éxito en la sociedad
occidental agobiada por las crisis y las vidas sin solución. Y en eso consiste
su incoherencia con la sabiduría cristiana que en estas palabras del Evangelio
de Lucas en vez de rechazar lo caótico de la historia presente, lo asume como
un signo del Reino de Dios, como cuando vemos los brotes de la higuera que anuncian
el verano. Jesús, desconcertándonos, nos dice que cuando suceda todo esto
“tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación”
(en el versículo 28, inmediato anterior a la cita).
El Maestro de doble manera nos pone ante la disyuntiva para
tomarlo como único maestro de nuestras vidas a riesgo de vivir entre dos aguas
irreconciliables, la esperanza o la desesperación. La fe sobrenatural o el
sometimiento a un devenir del cual tenemos que huir. Al fin he encontrado una
respuesta que me llena de certeza, de alegría y de temor.
La certeza es necesaria. Es la seguridad del sentido de las
cosas, aún las catastróficas. Ninguna deja de tener sentido, y ninguna deja de
estar sometida al único fin de la historia del cosmos y de la humanidad:
Jesucristo. Su palabra va a ir más allá de nuestra vida presente. ¡Epa! O sea
que el Señor no ha venido a darnos recetas dulzonas, de imágenes idílicas para
que vivamos esta vida con mucha fe. Sus palabras irán más allá de la historia:
“el cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán”. Ya sabemos el
final de la película, pero esta no es una película como las otras. Es una
realidad que abraza lo presente y se proyecta más allá. Un más allá.
Un más allá que me ubica como protagonista y no como
espectador en esta realidad que no tiene la última palabra. Entiendo entonces
el significado y la importancia de mi vida política (en el sentido propio del
término), entiendo el ideal de una sociedad más justa, entiendo la perseverancia
en el camino del bien, entiendo el “estén siempre alegres” de San Pablo (1Tes.
5, 16). El Apóstol no es un iluso, es un realista.
Y del miedo de la película catástrofe paso al temor de la
realidad esperanzada. El temor ya no es sobre monstruos inimaginables, ni por
poderosos malvados. El temor es por mi propia maldad, mi ceguera para ver la
finalidad de las cosas, mi parálisis ante las desilusiones que me provocan las
realidades y mi pérdida de tiempo para ponerme manos a la obra en la edificación
del reino que se acerca. De víctima de la historia a protagonista es un paso
gigantesco y posible. Estoy aferrado a un solo Nombre delante del cual toda
rodilla se dobla.
Mejor recemos: “Padre nuestro… venga a nosotros tu Reino..”.
¡Uy, no! Mejor otra: “Dios te salve, María…ahora y en la hora de nuestra
muerte”. ¡Peor! Mejor un credo: “Creo en Dios…desde allí ha de venir a juzgar a
vivos y muertos”… no tengo escapatoria, voy a tener que creer nomás. ¡Ánimo!