El paso de una generación a otra siempre ha significado una
ruptura. Nos terminamos dando cuenta de unos a otros, que hay cosas que deben
pasar y dar lugar a unas nuevas. Nos ilusionamos que esos pasos significan un
paso hacia el bien, a un bien mayor. Sin embargo los resultados de esos pasos
no nos dicen que verdaderamente las nuevas generaciones vayan en un sentido de
crecimiento. Tenemos la clara sensación de que hay pérdida de valores humanos,
y que , a pesar de la mayor disposición de bienes de nuestros hijos y nietos;
no significa el progreso de sus vidas ni una felicidad asegurada. Cada vez
vemos con mayor claridad la fugacidad de sus alegrías, su existencia en una
sociedad deprimida, sin puntos de referencia, sin que sea ella un soporte para
su progreso. Los vemos solos, sin que podamos hacer mucho porque, en cierto
modo, los adultos con nuestras convicciones somos también miembros descartados
del tejido social. A veces tengo la sensación de que estos dolores
intergeneracionales no son dolores de parto, sino de muerte.
No quiero hacer una observación moral que concluya con
opiniones de un lado y de otro. ¿De qué serviría? ¿A quién le serviría? Las
cosas seguirían igual y nosotros, los adultos, seguiríamos siendo espectadores
de un mundo cuya historia, en cierto modo, nos ha abandonado a la vera del
camino. Sí, esa es una buena definición: espectadores. Por eso pienso que hacer
un diálogo sobre quién tiene razón es inútil. Lo que creo útil es recuperar
nuestro lugar protagónico, decididamente protagónico y vivirlo con intensidad.
Llenos de vida, llenos de cosas para dar y darlas. Esta última actitud es la
que renueva la esperanza porque el árbol que da buenos frutos, no los anda
ofreciendo, simplemente los da, y el que tiene hambre come de sus frutos. Las
nuevas generaciones podrán decir siempre que son libres para hacer lo que les
parece mejor; y las viejas generaciones podremos decir siempre que somos libres
para dar el buen fruto que queremos ofrecer a los demás, porque eso es lo que
sabemos dar y eso es lo que queremos dar.
Con esta conclusión ¿cómo nos paramos frente a la realidad
que vivimos? ¿Qué hemos hecho de los valores fundamentales que sostuvieron
nuestra vida hasta el presente? ¿Los hemos descartado sintiéndonos ridículos
frente a las nuevas propuestas de vida?¿Por qué? Abandonar los valores de vida,
relativizarlos, descartarlos, es abandonar el protagonismo social, es abandonar
a las nuevas generaciones, es dejarlas a la deriva sin una propuesta fiel que
ofrecer.
Siento la tentación de volar en muchos pensamientos que
parecen necesarios ante este planteo, pero aterrizo mejor una idea que me ronda
la cabeza desde hace días: la libertad de ser. La sociedad cuestiona. Por
momentos nos hemos sentido violentados en muchas cosas. Lo que antes era visto
socialmente como malo, ahora es bueno. Se planteó eso como una maduración.
Antes, ser madre soltera era algo impensable, vergonzante. La vieja sociedad
prefería ocultar los hechos para evitar el rechazo social, el escándalo. Nos
enseñó a vivir de secretos, a esconder vidas, a abandonar en cierto modo la
vida. Nos jorobó la vida enseñándonos a escondernos de nosotros mismos y de
nuestra verdad, nos hirió en el alma. Después se pasó a una reivindicación del
hacer lo que me parece y nos llevó a la indiferencia. No molesta que haya
madres solteras, pero tampoco interesa. No molesta que no haya familia,
responsabilidad, amor para recibir un hijo. Se ha elegido el camino más fácil: pasar
frente a los hechos sin comprometernos, facilitando medios, felicitando
decisiones, pero sin compromiso. En estos días en los medios (me enteré) una
prostituta anda dando entrevistas para contar lo feliz de su vida, hasta que
una periodista le dijo que sólo mostraba una parte de la realidad: ¿qué sentía
ella al tener relaciones con muchos hombres? ¿No llegaba a sentir asco? ¿No se
sentía usada? La mujer se sintió cuestionada y habló del lado oscuro de lo que
hoy quiere verse en positivo, como un bien, como un derecho. La sociedad no se
compromete, prefiere facilitar y no ver.
Los extremos se tocan, lo que antes estaba prohibido o era mal visto y
que llevaba a un descompromiso total, hoy esta permitido o está bien visto y
lleva a un descompromiso total. No nos hacemos cargo. La vida de esa madre
soltera, la vida de esa prostituta, sus vidas no nos interesan. Nos interesa
felicitarlas por lo que hacen, pero no nos interesa sentirnos solidarios con
ellas, porque haciéndolo entraríamos en el lado oscuro de sus elecciones. Aquí
entramos nosotros.
La beata Teresa de Calcuta decía que hay que amar hasta que
duela. Este es el punto. Este es el primer paso: aprender a llorar. Cada día
comprendo más que el sufrimiento acompaña la vida del que se compromete. Pero
ese sufrimiento, esas lágrimas no son sinónimo de depresión, ni de angustia ni
de desesperación. Las lágrimas son signos de solidaridad, de amor, de
compromiso, de lucha. Sentirnos conmovidos por lo que le pasa al que sufre,
sentirnos dolidos por ver lo negativo de las malas elecciones ¡y hacérselo
saber!. No es tan obvio como parece. Cuando las situaciones nos conmueven
buscamos una explicación razonable, nos decimos que la sociedad va así, que hay
que asumirlo, y tragamos las lágrimas, nos callamos y nos quedamos a la vera
del camino. Esas lágrimas tragadas hacen mal. Nos hacen mal, les hacen mal a
todos. Y me refiero a las lágrimas que revelan que amamos, que nos interesa,
que vemos lo que pasa, que no nos es indiferente. En el mundo de la sonrisa
fácil, del “todo bien”, del “es su vida”, o sea del “no me importa”, hacer
sentir nuestras lágrimas es una actitud profética, protagónica, cuestionante,
constructiva.
Pero tal vez la sociedad nos ha domesticado, como a un
esclavo, enseñándonos a callar lo que sentimos, a no atrevernos a decir lo que
pensamos. Nos apalea si alzamos la voz para decir algo que contradiga lo que
todos creen, lo que se usa, lo que está de moda. Nos convence de que estamos
equivocados y aprendemos, como esclavos, a acallar nuestra conciencia.
Actualizarnos equivale a domesticarnos. Sí, el lado oscuro del presente. Y
alguno preferirá ver el otro lado, el de acompañar con nuestra adaptación lo
que vive la sociedad. Si esto fuera lo positivo, que lo hay y mucho, sobre todo
como posibilidad de mayor solidaridad, de mayor compromiso de mayores medios,
claro que sí, me uno a acompañarlo y aplaudirlo. Pero me estoy refiriendo a ese
lado oscuro que veo aparecer sólo como lamento. A ese lado que me quiere
domesticar. Lo rechazo, me niego a ser domesticado, me niego a vivir como
esclavo, me niego a dejar de ser yo mismo, me niego a ocultar las riquezas que
tengo para dar, y me niego a que me lo prohíban. Me niego a que me impidan
vivir, me niego a que me impidan amar y comprometerme. Y acepto el rechazo, la
dificultad y las lágrimas que significan el ser un hombre libre, que cree en la
sociedad, que cree en los valores que las generaciones han transmitido porque
el ser humano es tal desde su origen y lo seguirá siendo. Porque el mal, el
error y la mentira existieron siempre; y el bien y la verdad son la meta auténtica
de la vida y a nadie puede negársele. Acepto vivir, amar y comprometerme.