Así escucho que lo llaman cuando se dirigen a Ud. y siguiendo esa costumbre lo hago ahora. A decir verdad, mi cercanía con Ud. me hace un poco difícil considerar que esa expresión abarque lo que Ud. significa para mí como para millones de católicos. No lo digo por el significado de la palabra en sí, le viene muy bien por la misión que el Señor le ha confiado, sino lo digo por lo cercano que me resulta su persona, su Magisterio y su presencia en el vida de la Iglesia a la cual amo.
Por esta razón quería escribirle esta carta. Su anuncio de ayer nos ha dejado helados, pero a la vez nos ha abierto el corazón para mirar desde allí la Iglesia en este tiempo, en este día. Todos comprendemos lo que significó para Ud. el peso de este ministerio, como todos también nos hemos sentido alentados y protegidos por su firmeza, su sensatez, su aguda inteligencia y su gran discernimiento. Sabemos que ha sufrido y sufre la incomprensión no sólo del mundo, sino también de muchos bautizados. A veces queremos todos agarrar el timón de la barca de Pedro. Todos sabemos por dónde tiene que ir la Iglesia, pero no todos aprendimos que el camino es el de la obediencia y el de la cruz. Ese camino hoy Ud. nos lo ha mostrado con su gesto. Y nos lo viene mostrando desde mucho antes de asumir como Obispo de Roma.
Gracias, Santo Padre, por tanto. Por su magisterio: certero, sencillo, profundo, claro. Por sus decisiones: audaces, necesarias, arriesgadas, proféticas. Por sus intervenciones allí donde hace falta la mano firme del Padre que cuida y corrige. Gracias por no haber perdido el sentido en esta vorágine de ideas, santones, falsos profetas, filosofías, y también falsos hermanos. Gracias al Señor que lo ha fortalecido mucho más de lo que su frágil salud hubiese podido humanamente hablando.
Siento que me he demorado en escribirle porque sopesar lo que uno tiene que decirle a un padre tan querido, no es tan sencillo. Todavía no ha aflorado todo lo que hay en el corazón. Y compartirle esto es decirle lo importante que Ud. ha sido y es para mi como para todos los católicos del mundo. Importante también para los anglicanos, para las Iglesias cristianas, para los judíos, para los musulmanes. Sin que esto quiera imponer su persona a estos otros, sino porque su decidido caminar ecuménico y dialógico ha abierto las puertas de una fraternidad querida ya por el Concilio, reafirmada por Pablo VI, buscada por Juan Pablo II y concretada por Ud.
Me ha asombrado su realismo incluso cuando asumió la cátedra de Pedro. No se amilanó ante la gigantesca figura de Juan Pablo II. No quiso compararse, ni intentó remedarlo. Fue Ud. mismo. Y esa fue la fuente desde donde el Espíritu Santo pudo decir a la Iglesia, a través de Ud., lo que es necesario oir.
Sé que muchos hablan y hablarán de Ud. en estos días. Yo no quiero hablar de Ud., sino llegar a Ud. con corazón de hijo para abrazarlo y darle las gracias. Lo voy a extrañar. Y quiero decirle que, aunque estamos físicamente muy lejos, y Ud. ni noticias de mi existencia tendrá, estoy cerca de Ud. porque no lo he dejado de comprender como un hermano, un padre, un siervo de Jesucristo.
El Señor lo bendiga, Santo Padre, y la Virgen lo proteja.