miércoles, 26 de octubre de 2011

DESPUÉS DEL DOMINGO

El título suena a día "dominical", del Señor, pero yo creo que cualquier argentino que lea este artículo sabe que no me estoy refiriendo a eso. Y resulta difícil ubicarme en el contexto de una nueva realidad que vivo como ciudadano y como cristiano. Digo difícil porque todas las elecciones anteriores fueron para mi lugar de religioso un paso de contienda electoral que está en la libertad de todos los ciudadanos. 

Pero en este hoy, las elecciones presidenciales y demás tuvieron un contexto muy diverso. Me di cuenta de que somos dos grupos de argentinos, y que tenemos enfoques de la realidad que no se han podido encontrar todavía. El riesgo de designar a los otros como los malos y a mi como del grupo de los buenos está. Pero lo peligroso es que haciéndolo, fácilmente pasaré a ser del grupo de los malos porque no sabemos quién es quién. ¿Relativismo? No lo sé, por eso me embarco en esta reflexión.

Los dos grupos de argentinos no son antagónicos. Convivimos en una misma realidad, pero no compartimos los mismos intereses. Alguien me dijo que lo que ha privado es la realidad económica. De verdad, ha sido una preocupación desde que tengo uso de razón. Tristemente en mi casi medio siglo de existencia sólo escuché hablar de una prosperidad pasada que significó para mí sólo un sueño mítico de una Argentina inexistente. En cambio, de la preocupación económica recurrente, tema infaltable en el lenguaje político de cada elección, hoy asisto a un enfoque donde no parece ser tan importante como una cantidad de "logros" sociales que conviven con una interminable lista de protestas, cortes de ruta, etc, etc. ¿Qué nos pasa? Pero no lo tomen a mal. Cuando digo esto quiero decir ¿dónde estoy? 

Esta feliz desubicación me ha abierto a los ojos para replantearme muchísimas cosas. Miren, una de ellas  es que las banderas de la defensa de la vida, la lucha por la familia como base de la sociedad, el sentido auténtico de la dignidad humana, no son más que banderas raídas y gastadas aún cuando recién las hemos empezado a enarbolar. Es evidente que a una mayoría de argentinos no les importa mucho (creo que ni un corno) todos estos temas que a nosotros, "el cuarenta y pico" como dice un amigo, nos parecen tan fundamentales. En realidad, aceptémoslo.... no lo son. 

¿Ya me llovieron las críticas? No me malinterpretes, más bien, interpretemos la realidad porque si escondemos la cabeza como el avestruz o nos miramos al espejo diciéndonos todo el día que hay que defender la vida humana desde el inicio de la concepción y damos cientos de discursos sobre el por qué el aborto es lo más aberrante que hay, no faltará un niño que nos preguntará "¿qué es la concepción?" (mientras que el pequeño probablemente ya haya tenido su primera y muy anticipada experiencia sexual). Amén de que cuando nos descubramos hablándole a una pared nos sentiremos locos, y el tren de la realidad se nos habrá ido. 
Todo esto ¿qué me significa?. Yo me planto en mi lugar, porque si no estoy parado sobre lo que soy y en la misión que tengo, intentaré dejarme el pelo largo y hacerme una coleta (y ya estoy pelado), o haré el intento de ir al gimnasio para adquirir masa muscular (y ya está leudada). En definitiva, a mi me tiene atento la NUEVA EVANGELIZACIÓN. Esto quiere decir, impregnar con el Evangelio los criterios de juicio, las pautas de vida... y todo lo que dice la Evangelii Nuntiandi (exhortación sobre la Evangelización del Papa Pablo VI). Y evidentemente, en los cincuenta años de Concilio Vaticano II, los treinta y seis años de la Exhortación "Evangelii Nuntiandi", los treinta y tres años del llamado de Pablo VI a fundar una Civilización del Amor, los veintiocho años del llamado de Juan Pablo II a la Nueva Evangelización, aquí parece no haber pasado nada... la cultura se nos fue de las manos.

Es un modo de decir. Los cristianos no queremos tener la cultura en las manos, queremos estar dentro de ella. ¡Y NO ESTAMOS! ¡NO ESTAMOS!. Me gustaría echarle la culpa al relativismo, me vendría bien. El Papa habla mucho de eso. Pero sería querer seguir mintiéndome. Creo que simplemente no estamos por varios motivos y los que no podemos manejar, o son ajenos a nosotros, no deben preocuparnos. De esos se ocupará el Señor. Nosotros tenemos que ocuparnos de lo que nos toca. 

¿Te fijaste que en los sectores populares, con honrosas excepciones, la mayor parte de la gente es evangélica? Sólo constato una realidad. ¿por qué me miran como marciano cuando voy por la calle? ¿Por qué encuentro gente tan preocupada de tener una medallita y tan poco preocupada de conocer a Cristo en el catolicismo? ¿Por qué cuando alguien te pregunta algo sobre la fe esperas que el cura de tu parroquia le responda a esa persona porque vos no tenés nada para decirle? NADA. ¿Por qué no sos capaz de enseñarle a tu hijo siquiera una oración? ¿Por qué no sabés explicarle que la vida es más que las cosas que tenemos? Ahí es donde la cultura se nos ha escapado.

Treinta años atrás o un poco más, podría haberle hechado la culpa a los curas de que los laicos no saben nada. Treinta años atrás, Juan Pablo II decía que los laicos eran un gigante dormido. Y me parece que siguen durmiendo. Hoy la ignorancia es una total indolencia. Treinta años atrás los laicos podían decir que la misa era aburrida, el cura la hacía así. Hoy que ponemos hasta un tambor en la misa, no logramos que un laico diga en voz alta y clara siquiera un amén. Apenas una tibia respuesta de un ser ausente que parece estar en la luna. Con un Evangelio del cual cinco minutos después de haberlo escuchado no es capaz de decir qué es lo que decía. Y es menos capaz de tomar una Biblia en su casa para leer ese texto que ya no se acuerda. 

No voy a hablar de los otros, ya ven. Hablo de nosotros. Necesitamos un cambio sin perder identidad. Eso es lo que Benedicto XVI dice a cada rato. Me da vergüenza. Un hombre de más de ochenta años tiene que decirnos lo que tenemos que hacer los más jóvenes que él. ¿Habremos encerrado al Espíritu Santo en una jaula y nos hemos tapado los oídos para no oirlo? Perdóname, Santo Espíritu de Dios, y renueva la faz de la tierra. 

lunes, 17 de octubre de 2011

AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS


He confesado a muchas personas que tienen sinceridad de fe. Pero al confesarse parece que sólo les duele el haber ofendido al prójimo, pero este prójimo al que están vinculados por afectos carnales. He confesado a niños que dicen sus faltas referidas a su vínculo fraterno y al rezar el Pésame dicen: "pésame por haberlos ofendido". Esto me llevó a enseñarles en la catequesis el pésame en un castellano más coloquial y menos castizo: "por haberte ofendido".

Leo en el transfondo de estas personas una influencia muy grande del antropocentrismo centrípeto, y no hay mejor figura para decirlo, de su religiosidad. Me explico. La enseñanza del Papa Juan Pablo II desde el inicio de su Magisterio fue que el hombre es el centro de toda la Revelación Divina. Dios se ha revelado para que el hombre viva, parafraseando a San Ireneo. El Papa aplicó con todo rigor el Concilio Vaticano II en lo que es una mirada profética: el hombre tiene que ser el centro de todo lo que se haga en este mundo, pues las cosas fueron creadas para él. Su Encíclica Redemptor Hominis pone todos los colores a estas afirmaciones.

Por su parte, el desarrollo del hombre ha llevado a ponerlo al centro pero no para exaltarlo, sino para denigrarlo. El centro porque es el objeto de consumo, el mismo hombre es un objeto de consumo. Alrededor de él unos pocos tienen una sola meta: llenarse de dinero. Estética, confort, moral, legislación, sentido de la justicia, y hasta los derechos humanos, se han transformado en lo más inhumano en cuanto no llevan al hombre al encuentro de sí mismo en un sentido de autoconciencia de su valor, sino de pérdida de su valor.

Así el hombre se ha transformado en el centro de todo que se cierra sobre él hasta ahogarlo. Un agujero negro, como se diría en el espacio. Todo desaparece al acercarse a ese hombre egocéntrico y abosrbente.. también la naturaleza con la destrucción del ecosistema. Su dios es la razón, su justicia es lo que no me dan y quiero, su criterio es el lucro, su fin es el placer, su ley es no tenerla.

Pero todos los hombres hemos sido creados para ser una fuerza centrífuga. Es decir salir hacia afuera de nosotros mismos. Entonces lo bueno rodea, se expande, crece y ese movimiento hace crecer más esa fuerza y da más identidad al hombre mismo. Eso es amar. El hombre se conoce más cuanto más se desconoce. El hombre se conoce a sí mismo si permanece como misterio para sí mismo. En todo caso, se conoce amando.

Pero amar es encontrar un otro al cual amar. Hemos creído que ese otro es otro hombre. Si es así, esa fuerza deja de salir hacia fuera para quedar hacia adentro. Amar al semejante por el semejante es romper ese misterio. Es un placer hedonista. Es posesión del otro, y esto es esclavizante. El Otro es un misterio que me desborda. Es Dios. Cuando sabemos que amamos a este Otro que es Dios, entonces se abre la puerta para amarse a sí mismo en justa medida. Es que en Dios sí se nutre esa sed infinita de amar y ser amado. En Dios es posible volver sobre sí para reconocer el infinito valor de la propia vida. Desde esta justa valoración de sí mismo nace una necesidad inmensa de darse a los demás.

martes, 4 de octubre de 2011

SOBRE LA MUERTE DIGNA

 Texto de la Encíclica "Evangelium Vitae" del Papa Juan Pablo II, que ilumina el tema que está en boca de todos. No debemos confundirnos. El que vive dignamente y es tratado dignamente, ese es el que muere dignamente. El subrayado es mío.

« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el drama de la eutanasia

64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno.

65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».76Carta Encíclica "Evangelium Vitae"
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte. 78
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79 En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »: 80 acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. 82
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.