martes, 8 de marzo de 2011

MIÉRCOLES DE CENIZA

Desde muy antiguo tiempo los cristianos hemos vivido, ya como herencia de la espiritualidad bíblica del Antiguo Testamento, el sentido de la PENITENCIA. Hoy, en el momento en que el placer y el tener son todo lo contrario, la penitencia cristiana ha perdido su lugar en la vida espiritual del bautizado. La promoción del facilismo de muchas sectas paracristianas que ven en Jesús únicamente una imagen de un Dios bonachón e indiferente ante los males del mundo, dispuesto a bendecir cuanta ocurrencia pase por el corazón o la mente del que se acerca a ese Cristo, hacen olvidar el sentido de la Redención como un hecho que significa un camino, un tiempo, un efecto de Gracia divina auténtica sobre el mundo.

Si a alguna persona le dicen que ponerse una cinta roja en la muñeca le quitará la posibilidad de ser afectada por la envidia de alguien, correrá a ponérsela. Si le dicen (¡Qué triste!) que matando un animal y derramando su sangre obtendrá determinados beneficios según su voluntad, no dudará de hacer semejante rito y lo hará con toda seriedad... pero si la Iglesia le dice que haga ayuno, que practique la abstienencia, que haga penitencia, no encontrará atractivo alguno en hacer esas cosas que significan ponerse uno mismo como parte del rito. Más fácil es la cinta, más fácil es el animal muerto.

Pero los cristianos fuimos salvados por la cruz de Cristo. Sus llagas curaron nuestras heridas. Cristo no ofreció otra cosa sino a sí mismo como penitencia de nuestros pecados. Inauguró un nuevo Santuario, y nos unió a nosotros como Santuario de Dios desde el día en que fuimos bautizados y por medio de ese Bautismo nos transformamos en templo de Dios para ofrecer sacrificios agradables a El.

Por esta razón el rito penitencial tiene tanta importancia en nuestra vida, y no sólo para nosotros, sino para el mundo, para los demás. Así como Cristo reconciliaba a todos los hombres con Dios en el Sacrificio de la Cruz, así también nosotros nos unimos a ese único sacrificio haciendo de nuestro cuerpo un nuevo Cristo ofrecido en la cruz por los gestos penitenciales. ¡Cuántos se verán beneficiados por la penitencia que nosotros hagamos!. Si creemos en una cinta roja, en un animal muerto ¡cómo no creer en este templo de Dios donde habita el Espíritu Santo!

Miércoles de ceniza, día de ayuno y abstinencia, día sacerdotal, día de inicio de una preparación purificadora para la Pascua. Entremos al Santuario, seamos Santuario. Salgamos del mundo que nos invita con interminables fiestas  y ritos paganos a alejarnos de nuestra misión en el mundo: ser hostias vivas, puras, ofrecidas a Dios.

miércoles, 2 de marzo de 2011

LA VERDAD SOBRE NOSOTROS MISMOS


QUERIDO AMIGO:

Nuestra fe necesita ser purificada como oro en el crisol. En el crisol, el fuego quebranta esa mezcla del metal noble con la escoria que tan íntimamente está mezclada con él. Ese fuego intenso supera el fuego común que cocina un alimento, o el que da calor. Para que logre su cometido debe permanecer sobre el mismo metal durante un buen tiempo, penetrando hasta lo más íntimo de él.

La comparación que es de San Pablo viene bien al considerar que en nuestra vida terrena se mezclan las dos realidades: la realidad eterna con la temporal, la inclinación al pecado con la tensión hacia la vida de la gracia; nuestros anhelos de felicidad con la felicidad auténtica del cielo; nuestros gozos de las cosas creadas con el deseo del gozo inextinguible que sacia completamente nuestras expectativas y que pregustamos en los impulsos del corazón, con los vuelos de nuestra mente, cuando serena, considera los bienes deseables y se llena de nobleza, haciéndose sensible y delicada.

Gran frustración resulta descubrir cómo ante las cosas que deseamos, las que de verdad vivimos no están a su altura. El pecado, como la acción más contraria a nuestros deseos, se nos presenta como la espina que nos hace bajar violentamente a la realidad de lo que somos (así lo vemos)

¿Qué es la verdad? Le decía Pilato a Jesús en el momento en que este en silencio, lacerado, humillado, deformado al punto de que no parecía un hombre, estaba ante él. ¿Qué es la verdad de nosotros mismos? Es la pregunta que nos hacemos cuando estamos frente a nuestras propias miserias.

Engañosamente nos queremos apartar del fuego. Salir de  la llama que purifica. Nos cansamos pronto, queremos que ya, ahora, seamos purificados. Queremos que la nobleza del oro brille en nuestra vida por un poco que le hicimos dar ese fuego. Así obramos cuando nos confesamos, comulgamos, oramos. Queremos que ya se manifieste esa estabilidad en la vida divina que nos haga sentir verdaderamente que estamos a salvo. Libres de las tentaciones, libres de los males, a salvo de todo.

¿Qué es la verdad? Es mejor pregunta que ¿cuál es la verdad? Porque decir lo que es, es querer comprender lo que significa para nosotros. ¿Qué somos? ¿Monstruos o ángeles?; ¿hijos de Dios o de las tinieblas?. Qué somos…

Los sentidos son la percepción inmediata de la realidad. En ellos podemos conocer de modo palpable lo que somos. Así lo entiende el común de la gente hoy. Tan es así, que todo lo que es experimentable por los sentidos, comprobable con los análisis científicos es lo que define lo que las cosas son. Este conocimiento se transforma en la medida de la verdad de las cosas. Ellas no son más de lo que sabemos. Lo que nuestra inteligencia puede definir en un concepto, allí está lo que la cosa es. Allí está la verdad. Tan es así, que un análisis médico dice lo que esta persona puede o no puede. Lo que lo experimentable hace como conclusión se traslada rápidamente a otras partes del ser. “Esta persona tiene que morir en tanto tiempo”. “Esta falla psicológica hace que esta persona sea esto o aquello”.

Engañado nuestro ser con esas definiciones. Fácilmente nos resignamos a aceptar las cosas como vienen. Así es esta persona, así la caratulo, eso es lo que es. Así se obtiene tal resultado, eso que experimento eso es lo bueno. Así obro, eso soy. Esta fatal definición de sí mismo es la peor reducción de la verdad, en la cual nos encontramos en el horizonte de la mentira. El ladrón se define por lo que hace, la prostituta es lo que hace. Ni uno ni otro gozan de dignidad por encima de su obrar. Su obrar define su ser. De ese modo, la responsabilidad de los actos pierde la posibilidad de ser analizada en el campo moral. Ya que el obrar se identifica con el ser, es imposible separar uno de otro. Aplicado al hombre, esta idea hace que la persona no sea responsable de sus actos. Más bien sus actos son definidores esenciales de su ser. Ella no puede escapar a sus actos, porque ellos son lo que la hacen ser lo que es. Inútil pensar aquí en la libertad, menos aún en la elección de los actos. Y ni hablar de redención, de salvación. Esta malicia intrínseca del alma humana haría que no podamos separar el oro de la escoria. Inútil el fuego que no hace otra cosa que dar vueltas alrededor de lo inseparable, de lo irredimible. Es el engaño de corrientes protestantes del cristianismo, y evasiones míticas de las sectas como los Testigos de Jehová. La imposibilidad de separar los actos del ser hace que se espere la redención cuando la vida termina. “Peca fortiter et crede fortiter” (peca fuertemente y cree más fuertemente) decía Lutero porque no había forma de acabar con la malicia del hombre. Las sectas lo identifican con una vida feliz ultraterrena y resignada a que los condenados de hoy no puedan ser redimidos del mañana. Ya estaba inscrita en la humanidad esta malicia de la que no se puede escapar. 

¿Qué es la verdad? El Cristo lacerado y escarnecido, el que se hace pecado por nosotros. El que no tuvo en cuenta su ser igual a Dios, sino que anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, identifica la redención con la perdición. La liberación con la cruz. El lugar de la muerte con la vida. Allí donde nada podía germinar, la aridez del desierto del hombre sometido al engaño de los sentidos. Donde no se podía encontrar la verdad, la fuente de la verdad: el hombre mismo. En ese hombre se redescubre la verdad del hombre y de Dios mismo. Esta verdad que une lo eterno con lo temporal, lo divino con lo humano, lo que era irredimible con lo salvado. Lo que estaba perdido con la salvación. La confusión de Pilato es la confusión del que no puede llegar a conocer por los sentidos lo que es la realidad. Qué es este sin apariencia de hombre, qué es la verdad, dónde la puedo conocer, cómo puedo llegar a ella si mis sentidos no me dejan. El juicio y la condenación es la posibilidad de dar descanso a la búsqueda. Condenar o salvar es el paso entre los extremos del abismo de la nada. Pero ¿cómo condenar si no sé qué es? ¿Cómo salvar si no puedo separar el obrar del ser? ¿Cómo salvar si identifico lo que hago con lo que soy? Si lo identifico un cortocircuito que se transforma en angustia me invade. Sueño lo imposible, creo lo que no me salva, al contrario, me condena por lo que hago. Hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero. Desgraciado de mí. ¿Quién me podrá salvar de este cuerpo que me lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor.(Rom.8, 24-25)

Esta acción de gracias es la respuesta. Cristo revela el hombre al propio hombre, dice la Iglesia en el Concilio Vaticano II. El es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación. El primogénito, el primero creado. La nueva imagen y semejanza según la cual fuimos hechos. En cierto sentido El es lo que somos. El es el “qué soy” que nos preguntamos. Porque no vino a decirnos lo que somos, vino a ser con nosotros. Cerró las distancias entre la santidad y la carne. Porque en su carne se dio la santidad, y se sigue dando. Y tan fuerte era la necesidad de ser redimidos en la carne, que dijo “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn. 6, 54) El verdaderamente nos salvó. Hizo que el lugar de pecado, nuestra carne, se transformara en el lugar de la santidad.

Dejémonos tocar por su carne. Dejemos que él nos haga de su raza. Que en nuestras venas su Sangre preciosa circule purificando cada parte de nuestro cuerpo. “Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia”. Amén.
Hasta pronto.

Hno. Joaquín Rafael DJ