sábado, 2 de agosto de 2014

LA VERDAD NOS HARÁ LIBRES

Hace muchos años atrás un hombre se había acercado a la comunidad donde yo vivía y, debido a mi oficio, debía atenderlo. Comenzó a hablarme sobre una investigación bíblica que estaba haciendo y que ya le llevaba mucho tiempo. El tema giraba en torno a la respuesta que Adán le había dado a Dios después de pecar. Según transcurría su explicación, intrincada y esforzada, me daba cuenta de que había algo que no quería o no podía decir y que era el verdadero motivo de su presencia allí.

Después que habló un buen rato, se quebró y comenzó a compartir que tenía una relación homosexual con un hombre casado. Había decidido dejar esta relación pero, a decir verdad, su vínculo afectivo era tan fuerte que no podía hacerse a la idea de ello. Una gran lucha en su conciencia lo puso frente a su realidad masculina, su vínculo con este hombre, la familia aquella en la que él interfería, en fin, suficientes motivos para ver condicionado su presente. ¿Qué respuesta debía darle yo? Este hermano se había acercado a un lugar religioso. Si lo hizo, ya es evidente que sus cuestionamientos iban hacia el fondo de su vida, hacia el núcleo de su relación, hacia Dios. Hacia el núcleo de su relación consigo mismo. Un cuestionamiento en el que buscaba una respuesta que él mismo no se podía dar. Se sentía atado por todo esto y oprimido por no poder resolver esto más primordial que era una gran desorientación de su identidad. ¿quién era él? ¿Hacia dónde iba su vida? ¿Por qué su vida dependía de una persona?

No apareció en su discurso, en ningún momento, el hecho de que había una cuestión moral en todo ello. Me refiero a la moralidad no sólo de sus actos, sino a la moralidad de sus puntos de referencia para encontrar respuestas. Si partía de sus afectos, terriblemente desordenados, ¿hacia qué puerto podían conducirlo? Ya su experiencia había sido catastrófica. Si sus sentimientos hubiesen sido el punto de respuesta, no habría cuestionamientos para hacerse. Y de hecho sus palabras y sus lágrimas pasaban por momentos de serenidad donde contaba con un dejo de nostalgia de pasiones vividas con aquel hombre. Esto no duraba mucho, porque al momento se sentía nuevamente en un abismo. Ya de por sí, pero oscuro para él, todo esto le estaba dando una primera respuesta: los afectos no son un punto de referencia para el bien o el mal; más bien son una expresión de adhesión hacia un bien o hacia un mal. Cuando los afectos en vez de provocar la serenidad y afirmar en la verdad provocan desorientación o conducen a afirmaciones intelectuales complejas y condenatorias de pensamientos opuestos, están indicando que hay una ausencia de verdad en lo que se vive y en lo que se ha decidido.

¿Por qué este hermano fue a un lugar a buscar una respuesta? ¿por qué no podía responderse a sí mismo? Quizá quiso simplemente huir de la posibilidad de pensar en todo esto y por ello el pretexto de sus elucubraciones bíblicas. Pero al huir hacia Dios es imposible enfrentarse consigo mismo. Y vuelto hacia El, hacia Dios, buscaba esta respuesta: ¿Dónde está el bien? ¿por qué no puedo aferrarme a lo que vivo? ¿por qué no tengo fuerzas para terminar con esto? Peligrosamente la ausencia de respuestas y querer seguir en donde estaba lo conducía hacia esos “agujeros negros” que pueden terminar con la negación de la propia existencia, con el suicidio.

Una mano tendida desde la existencia misma, desde el sentido del existir se acercaba a El. Para poder salir de donde estaba era necesario decirse que hay un bien y hay un mal. Que ese bien o mal no es mi elección en cuanto yo no la defino, aunque lo sienta así. Que puedo confundir lo bueno con lo malo y que por lo tanto, mis acciones tienen una moralidad necesariamente. Necesariamente estoy obrando bien o estoy obrando mal. El mal me conduce a la muerte y el bien a la vida. Al no ser yo el autor de este bien o de este mal en cuanto a ellos mismos, en cuanto a definir si esto es bueno y esto es malo de manera absoluta; alguien tiene que darme la respuesta y ese alguien no soy yo.

Si las respuestas recibidas son únicamente decirme lo que está bien y lo que está mal y ahí termina la cosa, me deja en un abismo peor. Descubro que soy malo e imposibilitado del bien. Me siento hundido en una burla que ahonda mi herida. Cuando el profeta Jeremías anunció de parte de Dios un llamado a conversión para Israel, indicándole que estaba obrando mal, no se contentó el Señor con señalárselos sino que los invitó a cambiar de conducta para que de ese modo no cayeran sobre ellos los males que el profeta les anunciaba (Jeremías 26, 13) Los profetas y los sacerdotes se dieron por ofendidos y quisieron condenar a muerte a Jeremías. La primera reacción es ofenderse porque se cuestiona la propia conducta. Los profetas y los sacerdotes de Israel no esperaban de Dios que les hablara mal de sí mismos. Dios tiene siempre que decirme cosas buenas, y él está de acuerdo con mis procederes porque yo quiero el bien, en otras palabras. No hay otro dueño del bien y del mal, soy yo quien decido lo que es bueno o malo. Y si algo no va bien, Dios tiene que venir en mi ayuda para confirmarme que soy bueno y que son los otros los que me hacen daño por envidia, por odio, por… no debe haber moralidad en mis actos, es decir, no pueden decirme bueno o malo.

Es paradójico que este hermano haya tenido entre sus pretextos para eludir su vida, aquella imagen de Adán vuelto contra Dios. Es precisamente la luz bíblica más fuerte en este sentido. Adán que quiere comer “del árbol del conocimiento del bien y del mal” quiere saber por sí mismo lo que es bueno o malo decidiéndolo, pero no contemplándolo. De todos los árboles del jardín del Eden Adán podía comer, menos de este. Este era sólo para contemplarlo. Este sólo lo podía cultivar Dios. Este horizonte de un bien que se conoce y que se ama, pero sobre el cual no se decide, es la base de la moralidad de los actos. Y es posible conocer el bien de nuestros actos, así como su mal. Conocerlo en el sentido de reconocerlo, de darnos cuenta que a pesar de que nuestros sentidos y hasta nuestros razonamientos parezcan indicarnos lo contrario algo es malo o bueno. Lo cual indica que, en ese caso, nuestros sentidos y nuestros razonamientos son equivocados. Este principio es el que permite el diálogo con los demás y la búsqueda de la verdad. Es también el que permite arribar a la verdad, la cual esta fuera de nosotros y nosotros no la definimos sino que la contemplamos.

A su vez descubrimos que la verdad es mucho más que nuestras vivencias. Que lo que somos es más que nuestras vivencias. Esto es fundamental. Cuando lo que somos se identifica con nuestras vivencias, estamos perdidos. Equivocadamente creemos que esto que vivimos es el límite de lo que somos, y cuando lo que vivimos es negativo nos arrimamos al abismo. Este abismo es ilusorio, no es la verdad, pero ¿quién nos hace entender que hay más? Reconocer el bien o el mal en nuestros actos concretos, en nuestras decisiones nos abre esa puerta. Una puerta que lejos de llevarnos a una desorientación mayor, motiva la vida para ir al encuentro de nosotros mismos. Para llegar a aquel lugar interior donde no decidimos, donde nos contemplamos, donde esta la verdad más intima de nosotros. Donde el amar o ser amados por alguien no define sino que expresa lo que hay más adentro de nosotros mismos. Donde no somos condicionados por nuestros afectos, ni engañados por nuestras decisiones. Donde no nos quedan dudas de que la vida es un compromiso.

Este compromiso lo descubrieron los jefes del pueblo y los ancianos de Israel ante aquel anuncio catastrófico de Jeremías. Ellos no se sintieron agredidos por su profecía, y dijeron: “nos ha hablado en nombre del Señor, nuestro Dios” (Jeremías 26, 16) Se sintieron contempladores de la verdad y el anuncio profético los invitaba al compromiso de un camino de conversión. Las palabras de Jeremías cuestionaban la moralidad de sus actos  y definían su porvenir desde su identidad. Ellos se sabían amados por Dios y miembros del pueblo elegido. Ese era el punto de referencia y no sus decisiones, sus actos. Ellos no eran sus decisiones ni sus actos, sino un pueblo elegido por Dios. Esta elección suponía un compromiso donde se obraba esa verdad: obrar como pueblo de Dios. Obrar que los comprometía personalmente y, al revés, que hacía que sus decisiones personales los involucrara como pueblo.


Versículos más adelante el libro de Jeremías nos deja un ejemplo triste de cuando no se quiere aceptar la verdad y se quiere manipularla, en una actitud ilusoria de que escondiéndola, persiguiéndola, y usando cualquier artimaña, por injusta que fuese, se logrará evitar el sufrimiento provocado por los propios malos actos o malas decisiones. Joaquím, rey de Israel, mando perseguir a Urías, otro que había profetizado en el mismo sentido que Jeremías. Y lo hizo matar (Jeremías 26, 23)