martes, 27 de mayo de 2014

SEÑOR, ¿A QUIÉN VAMOS A IR? SÓLO TÚ TIENES PALABRAS DE VIDA ETERNA (Jn. 6, 68)


Estas palabras se las dijo Pedro a Jesús cuando muchos discípulos lo habían abandonado a causa de sus enseñanzas sobre la Eucaristía. ¿Qué les había escandalizado? Que Jesús diera a comer su cuerpo. Los oyentes le dijeron a Jesús en ese momento: “Es duro este lenguaje ¿quién puede escucharlo?

La respuesta de Pedro no parece dar a entender que él comprendiera más que los que abandonaron a Jesús. Más bien, Pedro reafirma que no entiende muy bien lo que Jesús quiso decir, pero en el fondo de su corazón Pedro sabe que lo que Jesús enseña es verdad. Una verdad que sobrepasa su capacidad de entender porque, como discípulo, tiene un conocimiento mayor. Este conocimiento es el del discipulado, de ese tiempo y actitud de Pedro hacia Jesús. El primer conocimiento de Pedro es que Jesús lo llamó sin que él mismo lo esperara. Cuando estaba en su trabajo de pescador, Jesús se acercó y lo llamó por su nombre. El segundo conocimiento es el de la convivencia cotidiana con Jesús. Pedro caminaba con Jesús y veía y oía lo que Jesús hacía y decía. Miraba con los ojos de Jesús. El tercer conocimiento son las enseñanzas de Jesús que hacía sólo con ellos, a solas. Los Evangelios no dicen qué les enseñaba Jesús. Eso ha quedado en el corazón de los Apóstoles y sobrepasa en mucho a las palabras consignadas por escrito en los Evangelios. Por ello ahora dependemos de su testimonio. El cuarto conocimiento es el de la cruz. Pedro experimentó su propia debilidad frente al misterio de salvación. No quiso aceptar la enseñanza sobre los acontecimientos de la Pasión, confió en sí mismo a la hora de pensar en su futuro de fe, quiso salvar a Cristo de la cruz mediante la espada, negó al Señor al momento en que comenzaba su pasión, se mantuvo a distancia de la cruz. Un gran conocimiento de sí mismo en su limitación, y un gran conocimiento del poder de la gracia de Cristo, de su misericordia.

Es bueno observar que los más decisivos pasos de conocimiento de Pedro fueron dados después de que él pronunciara estas palabras citadas al comienzo. El gesto esencial de la fe antecedió a lo que venía. Tal vez, si este Apóstol no hubiera hecho esta confesión de fe en aquel momento, antes de que todo pasara, no hubiera tenido la posibilidad de vivir como vivió lo que vino después.

En muchos momentos de la vida cotidiana, de la vida de fe, nos encontramos ante el desconcierto de los acontecimientos, de las palabras, de las dudas. Encontramos en el camino a discípulos que también dicen “Es duro este lenguaje ¿quién podrá entenderlo?”, y nosotros, casi sin comprender las cosas que pasan, sin poder dar una explicación, sin encontrar las palabras que nos parecen convenientes y convincentes, damos el paso de la fe. Fe que es ese conocimiento que tenemos de Jesús, de la vercidad de sus palabras. Conocimiento que nos nace de que sabemos que fuimos llamados sin habérnoslo propuesto nosotros primero, conocimiento que tiene la certeza de nuestro diario convivir con Jesús; conocimiento de lo que el Señor nos enseña a solas, en nuestro corazón; conocimiento de la cruz, de los momentos difíciles, desconcertantes, dolorosos, en los que también nosotros queremos dejar a Jesús, y, muy a pesar nuestro, nos acompañan esos sentimientos de abandonar al Señor.


Aún cuando los argumentos de muchos para dejar al Señor, a la Iglesia, rondan nuestra mente, llegan a nuestros oídos, hay un conocimiento más hondo que sobrepasa toda argumentación, por más evidente que parezca ser, que nos hace decir: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabra de vida eterna”.

viernes, 23 de mayo de 2014

AMAR, EN ESTO CONSISTE MI VOCACIÓN.

“Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn. 15, 12) Esta Palabra del Señor contiene la Liturgia de hoy en el Aniversario de mi Ordenación sacerdotal. El mandamiento del amor que sostiene todo lo que puedo pensar como bueno para mí y para todos. El núcleo de mi vocación humana y cristiana. El amor que todo lo mueve y la causa de contemplar el bien y la verdad en el mundo en que vivimos. El amor que es la fuente de esperanza ante toda dificultad porque el amor, aunque desaparece de la vista de los hombres en el camino de la vida, resurge con la misma fuerza transformadora cuando le damos lugar en nuestra vida.
Han pasado años de ministerio sacerdotal, y no tengo otra fuente para pensarlo más que este amor primero del Señor que lo origina, que me cautiva y que me llama. En esto consiste la razón por la que acepté que mi vida se consumiera para este servicio, sustentado en ese otro amor no medible que es el que me une a Cristo por los votos religiosos. Si verdaderamente no me sintiera verdaderamente amado y capaz de amar no hubiera pensado siquiera en seguir este llamado. Lo hubiera considerado valiente, admirable, apasionante, pero vacío y, a la larga o a la corta, hubiera sentido la necesidad de ser amado. Por el contrario, me siento tan amado y proyectado en el amor hacia los demás de manera colmada, que no puedo imaginar mi vida feliz en otra forma de vocación.
El amor todo lo transforma y esa convicción me mantiene en una lucha sin cuartel. La transformación de mi propio interior por la gracia, el “combustible” del amor que permanece y que es fuego purificador. El amor es poderoso y así lo creo. Contemplo luchas inútiles cuando en la sociedad se pretende mediante la legislación romana (fuente de nuestro derecho civil) modificar la sociedad para obtener la paz social en la velocidad que las voluntades lo pretenden. Se dan duros golpes al ver que por más que se aumenten y aumenten las leyes, no aparece la paz social buscada. Las ideologías quieren dar respuesta a las necesidades sociales, y se suceden gobierno tras gobierno proponiendo planes y sintiéndose los redentores de la sociedad. No pasa mucho tiempo y ya tienen en las calles  las protestas, y los que eran la esperanza y los mesías son después los enemigos del mismo pueblo que los eligió.
El amor es la sed de todo hombre: del bueno y del malo, del asesino y del trabajador. El amor es lo que está dentro del corazón de todo hombre. Puede estar opacado e incluso olvidado, pero aún esa realidad no dice otra cosa que esa persona se siente “no amada”. Y el amor será la respuesta para cambiar su corazón y volverlo a la realidad. La realidad auténtica, no la que parece que vivimos. Esa realidad que es el hombre mismo en su ser: ser amado y ser para amar. Por eso, la paz social proviene de una intensa promoción de los lugares y las estructuras que permitan a las personas desarrollar su capacidad de amar. Una vez, en una diócesis, durante el año Santo 2000, se propusieron promocionar la santidad y crearon la “Comisión para la santidad” que sacó inmediatamente un folleto sobre los santos y la santidad. Nada más inútil. La santidad no es un proyecto, es una realidad viviente que el fuego del Espíritu Santo, anima y reanima en el corazón del que mira a Dios. El amor tampoco es un proyecto, es una realidad. Y una realidad personal y operante. El amor es Dios.
Si quisiera ver al amor como un proyecto, diría que este se da solamente en la persona como individuo. En cada uno de nosotros. En mí mismo. Aquí sí es un proyecto porque requiere mi respuesta día a día. Requiere mi trabajo para descubrir las oportunidades de amar; y las realidades cotidianas donde me sé amado. Requiere que mire hacia la fuente del amor y no me quede con sus embajadores, porque si me apoyo en el amor que pasa, el amor de los seres queridos, el amor de los que me aprueban, el amor de mí mismo; sentiré más tarde o más temprano la ausencia de esas fuentes o su traición. Entonces no tendré la capacidad de descubrir el amor como tal y creeré que todo se ha terminado. Necesito volver a la fuente, necesito volver a Dios.
Y la prueba de que Dios nos ama es que nos ha dado, a su Hijo Único, Jesucristo, quien nos dijo con los hechos y con las palabras: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn. 15, 13). Volver a Jesús y vivir como sus discípulos, escuchando a los pies del Maestro sus enseñanzas y dejándonos conducir dócilmente por su Espíritu. Esto sí que es transformar el mundo, esto sí que es amar, esta lucha sí vale la pena. Como las ideologías, también los que vivamos este mandato divino de amar, tendremos las protestas enseguida. Pero no será porque hemos desilusionado a alguien sino porque “el mundo nos odia”. Pero nos dice Jesús “sepan que antes me ha odiado a mí” (Jn. 15, 18). Este mundo que no es la gente sino los modos de vivir y de actuar que se oponen al amor. Desde aquí podemos comprender el misterio del mal y no sentirnos derrotados ni engañados.
Si hay una lucha que vale la pena esta es la de amar.
Gracias, Señor, por tu amor infinito. Gracias por haberme amado y llamado a vivir en tu amor. Gracias por hacerme pregonero de ese amor que es el motor del mundo. Gracias porque puedo vivir cada día la prueba patente del amor que cambia todas las cosas y que hace fecundo el esfuerzo del hombre bueno. Gracias por este ministerio sacerdotal que es misterio y ministerio del amor.

Ama, y haz lo que quieras. (San Agustín)

martes, 20 de mayo de 2014

LES DEJO LA PAZ, LES DOY MI PAZ



Pero no como la da el mundo. La paz que nace de un acuerdo, de un razonamiento, de un consentimiento, de la perfección de un obrar. Cosas que duran lo que dura el buen ánimo de mantener estos supuestos. Pero el corazón, nuestro corazón, está muy lejos de tener tanta estabilidad. Lo mueve una cantidad de humores por momentos incontrolables. Cuando no pasiones que quieren encontrar la paz en el dominio de las situaciones y personas; en el rechazo del mal entendido como el otro, simplemente el otro por su realidad de existir y de ser distinto de nosotros. La paz del mundo, que no calma el corazón, sino que posterga u oculta la realidad de nosotros mismos necesitada de redención.

Les dejo mi paz. Palabras de Jesús, cuya palabra es eterna. Cuya realidad es más real que los acontecimientos que pasan. Mis palabras no pasarán, nos dijo. Y nos dio su paz. Ya está aquí. “No se inquieten ni teman”, también nos dijo, porque su paz es una realidad recibida, no creada por nosotros. Ni meditaciones, ni concentraciones, ni relajaciones, realidad pura sólo recibida de manos de quien puede decirlo: “les dejo mi paz”.


Paz de Jesús, serena las pasiones, despierta al hombre nuevo hondamente radicado en nuestro interior, descúbrenos el horizonte infinito de tus inspiraciones, haznos ver la realidad tal cual es. Realidad ya sumergida en tu paz, ya redimida en tu sangre, ya establecida en tu Reino. Realidad que no puede ver el mundo, ¡pero nosotros sí! Porque te hemos recibido sin que te hayamos pedido, te hemos encontrado sin que te hayamos buscado, nos hemos sumergido en ti, sin haberlo pensado. Paz de Jesús, don de lo alto, somos en ti. 

sábado, 17 de mayo de 2014

EL BUEN PASTOR

La jornada del Buen Pastor ha venido a nosotros en un momento de la vida de la Iglesia marcado por una nueva expectativa sobre la vida ministerial. ¿Cómo estarán en otras latitudes? En la nuestra aún percibo dos influencias que van haciendo nacer una nueva visión de la pastoralidad en la Iglesia. Una es la dicotomía entre la visión “desde los pobres” que en algunos espacios eclesiales ha sectorizado y orientado decididamente la acción evangelizadora. La otra una distancia abismal entre la vida común de los cristianos y la acción ministerial. La conciencia clara de que los métodos, las costumbres y los modos en que se lleva a cabo la acción ministerial están dejando las cosas como están, y los fieles “se nos van de las manos”. Hay muchas realidades concretas que no están siendo suficientemente iluminadas por el Evangelio y son lugares que exigen una presencia. ¿Cómo llegar como ministros del Evangelio hasta allí? Personalmente creo que esos lugares donde la ausencia del Evangelio está se deben a que los laicos no ocupan su lugar, pero, a su vez, estos no se sienten impulsados por los pastores a hacerlo. Existen nuevas corrientes de espiritualidad laical que los llevan a vivir en forma pietista, muy de devociones nuevas. Antes eran las cofradías de la antigua devotio moderna. Ahora son las formas de espiritualidad individualista y que busca ir al encuentro de una gran necesidad de las personas: su incapacidad para resolver situaciones problemáticas desde una acción divina. No sé si me salió bien la frase, los hechos son que la gente recurre a la superstición cuando ve que no encuentra una salida para situaciones problemáticas. Recurre también a la brujería cuando, ante esas situaciones problemáticas, decide torcer de algún modo el camino inexorable de sus malas decisiones o sus caprichos. O bien, la gente se va al protestantismo con mucha facilidad porque allí encuentran una respuesta a esa sed de la acción de Dios en sus vidas.

Percibo que esto indica una distancia entre la acción de la gracia de Dios, particularmente de los Sacramentos y la vida cotidiana. Una ausencia de la paternidad espiritual, que ahora quiso llamarse “acompañamiento” pero que sigue siendo una rareza porque la gente, literalmente, no es escuchada. Los sacerdotes estamos demasiado “ocupados” para eso. Las estructuras de pastoral se volvieron nuestras principales acciones, pero  no el trato cara a cara con los fieles. Me parece que es algo distinto del “olor a oveja” recomendado por el Cardenal Bergoglio y luego por el Papa Francisco, pero tiene mucho que ver. Tal vez los fieles entendieron que la vida sacramental es algo que hay que hacer, pero no la fuente de vida de gracia, el lugar del encuentro con Jesús vivo.

Algunos achacan esto al hecho de que la celebración de los Sacramentos es aburrida. Y por eso buscaron popularizar los Sacramentos mediante muchos gestos y acciones dentro de la Liturgia para hacerla divertida. He percibido que el resultado final fue que la gente está contenta con el sacerdote porque es “piola”, porque es cercano y porque le entienden. Pero pocas veces he escuchado que esto los llevara a una mayor cercanía hacia Jesús y un propósito de conversión y de acompañamiento (o dirección) espiritual. En mi experiencia  personal he visto que celebrar los Sacramentos como están indicados para toda la Iglesia pero poniendo alma y corazón en los gestos, la recitación de las oraciones y preparando la predicación atentos a la Palabra de Dios y a la situación de las personas que están delante; genera una participación activa de los fieles y encuentran en la Eucaristía, principalmente, su lugar de encuentro personal con Jesús; y con el trato cercano del sacerdote, consecuentemente, se sienten parte de una Comunidad. Espiritualidad personal y eclesialidad se conjugan entonces en el Sacramento de un modo vital. Lo demás: atención de los necesitados por parte de la comunidad, inserción en los ambientes, formación para el pensamiento y la acción, surgen de acuerdo a la creatividad del sacerdote que orienta. Bueno, parece una super enseñanza magisterial, pero es más una vivencia y una conclusión de lo que veo positivo para llegar hasta esos lugares que aún la Iglesia no llega.

Y volviendo al tema, esas formas de espiritualidad que llevan a la búsqueda de respuestas para sí mismo entiendo que son una parte del camino. Necesaria, pero una parte del camino. Y siento que el magisterio pontificio apunta a ese segundo aspecto de acción evangelizadora, y que no apunta ya a lo primero: la satisfacción de las necesidades espirituales inmediatas de la gente. Esto me parece una acción del Espíritu Santo. Es verdad que la Iglesia se estaba quedando mucho, y necesita tomar su protagonismo en la evangelización de las realidades de la sociedad, y por eso se hace aún más urgente. En el Papa Pablo VI con la Exhortación Apostólica “Evangelii Nuntiandi”, el tema de la incidencia del Evangelio era una enunciación de principios. En el Papa Francisco, en su Exhortación sobre la Evangelización “Evangelium Gaudium”, el tema de la incidencia del Evangelio es una orientación práctica y concreta que él mismo se propone testimoniar con sus gestos.


Ambas cosas, espiritualidad personal y acción concreta, son lo que necesitamos vivir intensamente. No hay duda.  

miércoles, 14 de mayo de 2014

MIRA QUE ESTOY A LA PUERTA, Y LLAMO

En estos días he recordado a Pedro. Este señor vecino de la Parroquia de N. S. de Luján y S.Pedro y S. Pablo de Campana, lo conocimos cuando se acercó para pedir una bendición para su esposa. Su señora llevaba más de 10 años, creo que 14 o 16 años, en cama enferma. Ya no podía hablar ni mover sus brazos. Pedro le daba de comer en la boca, la cambiaba, la bañaba, y estaba sentado a su lado durante casi todo el día. El mismo limpiaba la casa y cocinaba.

Mientras estaba al lado de su esposa, leía las Sagradas Escrituras. Cuando niño había vivido en el campo y él sabía que había sido bautizado, pero no tenía más noción de la fe. Ya entonces se interesó por conocer a Dios y pensaba que para acercarse a El tendría que leer la Biblia. Se compró una y comenzó a leerla. Siempre en el campo, nadie lo instruyó para que lo hiciera. Por sí mismo aprendió lo que eran los capítulos y versículos. Y meditaba lo que leía. Me decía que no podía comprender muchas cosas, pero sabía que era Dios el que hablaba y eso le bastaba en algunos momentos, que en realidad no sabía nada. Entrando en diálogo con él, podía darme cuenta que eso último era lo único que no era cierto de su afirmación. Pedro tenía la sabiduría que da el Espíritu Santo a quien se acerca por la fe las Sagradas Escrituras. Y un detalle de su narración me lo confirmó.
Alguna vez, viviendo él ya en la ciudad, llegaron los Testigos de Jehová y lo invitaron a sus reuniones. Le explicaron algunas cuestiones de la Biblia en esa visita; y él fue a esas reuniones. Su interés era saber más sobre Dios y encontraba una posibilidad en esa invitación. No tardó en darse cuenta que eso no era, que no era de Dios. El había leído las Escrituras por mucho tiempo, y sentía en su corazón que lo que ellas decían no era lo que los Testigos de Jehová le transmitían y dejó de ir. Quién iba a decir que aquellas palabras de la Constitución sobre la Divina Revelación (Dei Verbum) del Concilio Vaticano II que afirma que, los fieles, mediante la meditación asidua de la Escritura ayudan a toda la Iglesia a profundizar en su conocimiento; las vería cumplidas en la vida de este hombre del campo, venido a la ciudad y operario de fábrica, guiado por el amor a Dios y al prójimo (en la vida de su esposa)

No pasó mucho tiempo y su esposa falleció. Su dolor fue grande, y allí fue la segunda lección de vida y de fe que este querido hermano me dio. Le costó mucho asumir la ausencia de su esposa. Pero su señora ya llevaba ausente muchos años, aunque para él no. Su amor, profundamente humano, lo había llevado a esa comunión que trasciende lo puramente físico, e incluso, el legítimo querer una compañera que se ocupara de él. No, él entendía el amar como el ocuparse de la amada. ¿No es ese el verdadero amor de pareja? Ya se había olvidado lo que era salir a pasear, o ver un paisaje lindo. No conocía desde hace años más que el estar al lado de esa persona tan amada que llenaba sus días y a la que valía la pena atender con tanta dedicación.
 Pedro sabía que él era católico, pero era lo único que sabía de su fe. Claro, también sabía que tenía que hacer la Primera Comunión, aunque no sabía muy bien qué significaba. Lo invité a comenzar a prepararse para ese Sacramento y para la Confirmación también. En ese momento habíamos comenzado en la Parroquia a hacer Círculos Bíblicos en los que él participó. De él aprendí a buscar una página bíblica con un particular mover la esquina de las páginas con un solo dedo. Hasta hoy lo uso, y, cada vez que lo hago, su imagen se presenta a mi memoria.

Una enfermedad tan cruel como rápida, puso fin a sus días entre nosotros. El Señor me dio la gracia de poder asistirlo con el Sacramento de la Unción que recibió con esa fe inquebrantable largamente probada. Sé que todos esos momentos a los pies del Maestro, escuchando su Palabra, hoy han dado para él el fruto magnífico del secreto que contienen: la vida eterna. Me gustaría compartirles una foto de él, pero no la tengo escaneada, y, donde vivo, no tengo esa posibilidad.


Gracias, Pedro, por haber llegado un día a golpear la puerta de nuestra casa. Gracias porque tan sólo tu vida valió la pena de todas las alegrías, tristezas, esfuerzos y trabajos de vida pastoral en aquella Comunidad. Has sido un consuelo para mi discipulado y un estímulo para amar más la Palabra de Dios. Que el Señor me conceda un corazón de niño como el tuyo así podré entrar en el Reino de los Cielos. Amén!!

domingo, 4 de mayo de 2014

¿LA CARNE O EL ESPÍRITU? UNA LUCHA O UNA REVISIÓN DE NUESTRO MODO DE VIVIR.

Romanos 6, 1-18
Descubrir en nuestro interior situaciones históricas y muy existenciales que nos limitan, que nos hacen sentir “monstruos”, que parece que no podremos nunca dominar o vencer; nos puede llevar a un sentido pobre de la fe. A sentirla como un bálsamo en medio de una realidad inexorable de limitación que nos llevará a vivir continuamente disconformes con nosotros mismos, o fracasados en nuestro intento de ser distintos, de ser santos en definitiva.
El triunfo de Cristo, el hombre nuevo, en nosotros se presenta desde ese punto de vista, como un triunfo puntual, de determinadas cosas de nuestra vida. La experiencia de querer ser hombres de fe se limita a un sentir espiritual al que se opone una realidad más fuerte que nosotros: nuestra corporeidad, nuestra carnalidad. Lo podemos reconocer en frases que vienen a nuestros labios en esos momentos: “Después de todo, soy humano”; “tampoco soy un santo”. Este es el sentido en el que San Pablo nos habla de la Ley que multiplicó las trasgresiones (Rom. 5, 20). Esto es, el hecho de que apareciese una forma de conducta, de vida cristiana, nos hace la vida cuesta arriba, porque lo que allí se propone nos supera.
¿Debemos seguir pecando para que abunde la gracia de Cristo? ¿Debemos sentirnos derrotados y suplicar por cada cosa puntual que vivimos como si la fe fuese sólo pedir perdón de la inevitable falla en la que caeremos sin remedio? ¡Ni pensarlo! ¿Cómo es posible que los que hemos muerto al pecado sigamos viviendo en él?
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte. Hemos muerto al pecado, no existe un vínculo que nos obligue a pecar. Esto nos quiere decir la Palabra de Dios. Y no es un propósito piadoso, sino una realidad existencial. Considerémonos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Esta frase es más que una aseveración teológica, es existencial, es teologal. Vivos en Cristo Jesús es vivos, resucitados, desprendidos de toda limitación en nuestra unión con El. Así lo confirman las palabras de Pablo: “no vivo yo, sino Cristo vive en mí” (Gal. 2, 20) Y muertos al pecado es muertos con Cristo, experiencia de haber experimentado el silencio de la muerte en el sepulcro. Acción que sólo Dios podía realizar y que la hizo en la experiencia de la misma carne que nosotros experimentamos como lugar de contradicción y un día, como lugar de muerte, cuando sepulten este, nuestro cuerpo, como fue sepultado el de Jesús. El dinamismo de la fe, palabra clave, es hacer continuamente esta doble experiencia de muerte y vida, pero muerte y vida en Cristo.
No permitan que el pecado reine en sus cuerpos mortales. Esta dicotomía entre cuerpo y espíritu que pocas veces San Pablo menciona, nos confirma la experiencia que vivimos cada día. Hay otro yo, ese que no quisiéramos ser. Ese que se mueve por las pasiones, en los lugares ocultos del alma que aflora con las heridas. Ese que aparece en cualquier momento. A ese le ponemos un parate. Considérense muertos al pecado, nos dice Pablo. No hagan de sus miembros instrumentos de injusticia al servicio del pecado. Su llamado, una exhortación, es un llamado a nuestra voluntad. Un compromiso voluntario, y dependiente de una decisión. A la acción de Dios le corresponde la acción del hombre. Y podemos decir, en igual compromiso. Aquí está el Dios de la Alianza, como en aquella ocasión la hizo con Abraham. Le hizo una promesa y este salió de su gente y de su pueblo, y caminó hacia el lugar que el Señor le mostraría, pero no se lo mostró, sino que lo llevó de día en día. Este caminar, este peregrinar de Abraham, lo hizo padre de los creyentes. Ante la promesa, Abraham caminó, no se detuvo. Y encontró muchas dificultades en el camino que fue resolviendo siempre amparado en la promesa del Señor.  El le había prometido una descendencia numerosa, y Abraham sólo vio un hijo. Hasta el fin de sus días, este hombre de alianza se sostuvo por la Promesa recibida. Aún en la oscuridad de la noche, como lo expresa aquel Himno de Completas de la liturgia monástica: “Abraham contaba tribus de estrellas cada noche, de noche resonaba la voz de la Promesa”.
Promesa, alianza y realidad existencial se conjugan y pueden parecer otro dispararse a ideales. No es así en la consideración de San Pablo: “No permitan que el pecado reine en sus cuerpos mortales obedeciendo a sus malos deseos”. Hay malos deseos, están, y cada día aparecen en el momento menos esperado. El hombre nuevo, creado en Cristo, el peregrino, no es un ángel, ni un santo confirmado en gracia. Es un hombre de obediencia. Podría haber dicho de combate; pero el combate parece más la consecuencia que la razón. En razón de la obediencia sigue el combate. La obediencia a esa voz de Dios, a su Alianza, a su llamado, a la acción de la gracia; compromete y hace real el hombre nuevo. Pero ¿qué pasa si encuentro limitaciones en mi psiquis que me impiden dar esa respuesta obediente que de verdad deseo?
Abraham fue un caminante. El obediente es caminante. Si me hace falta una ayuda para superar obstáculos que sin ella no podría, entonces debo tener la humildad de pedirla. Lo que importa es la meta, lo que me orienta para reconocer si camino es el Plan de Dios, lo que me sostiene en la dificultad y me hace ser decidido en superar mis obstáculos con la ayuda de otros es la fe. Fe en el poder de Dios que obra a través de esas mediaciones humanas.

“Que el pecado no tenga ya dominio sobre ustedes, ya que no están sometidos a la Ley sino a la gracia” Esta es la realidad de Dios y su parte en la Alianza. La gracia. Ya no estamos sometidos, ya no hay una limitación insalvable. Es una realidad y no sólo un deseo. Una obra de Dios que es más poderoso y creador de nuestra vida. ¿O podemos decir que la naturaleza, que Dios creó, tiene más poder que Él? ¿Podemos decir que la realidad de nuestra fragilidad, de nuestro ser pecador, es más real que la realidad de Dios, creador de todas las cosas? El Plan de Dios, aunque tiene una meta, es un Plan presente y actuante, y por la obediencia de la fe, entramos decididamente en él con nuestros cuerpos mortales, aunque tenga malos deseos, aunque necesite mediaciones humanas, aunque deba renovar continuamente la Alianza.